jueves, marzo 27, 2008

A las diez, en el ayuntamiento.


A las diez estuve frente al Ayuntamiento. Llegaría un par de minutos antes.
Poca gente ya por la calle; vi dos chiquillos pasar cada uno con su lechera camino del Colorao, serían hermanos pues vestían iguales con distintas tallas, incluso los zapatos de deporte idénticos.

A las diez y pocos minutos miré el reloj pensando que en cualquier momento llegarías, pero lo único que vi fue al Tercero subiendo la cuesta con pasos vacilantes, ayudado por quicios y rejas encaramó la cuesta de empinados adoquines.

Serían las diez casi y cuarto. Empecé a sentir, en las piernas, el cansancio de la impaciencia. Los nervios se hacían dueños del momento. Entonces pasó una vieja bultaco seguida de tres escuálidos galgos. El motorista con su cigarro arrugado. Los galgos con sus rosas y largas lenguas jadeantes.

A las diez y dieciocho, desesperado. Ya subían, desde la calle de Cantarito, los niños con las lecheras colmadas. Ahora me fijé que una era de aluminio gris brillante, mientras la otra de plástico verde oscuro con tapadera blanca. Seguramente además de llevar su propia leche, hacían el mandado a alguna vecina o pariente. Jugaban a girar la lechera en el aire, demostrando así la ley de la fuerza centrífuga, esa que hace que el líquido no se derrame aun estando el recipiente totalmente boca a bajo.

Eran las diez y media. Algo le estaría pasando, no aparecía. A esa hora vi pasar al Hermano con su gorra encasquetada hasta las orejas, las manos dentro del tabardo, parecía ir hablando solo. En su cara, el inconfundible reflejo de una conciencia tranquila. Me miró, le miré, los dos dijimos al unísono, - Hemanooooo. Y luego volvió a mirar el granito que pisaba, hasta que doblara por García de Leaniz. Para entonces, yo no lo miraba, mis ojos estaban en el reloj del ayuntamiento.

Las once menos veinte y tu sin aparecer. Me senté en los duros escalones grises, y el frío entró en mi asiento con un punzante escalofrío. A esa hora ya no pasaba nadie, Gerena se recogía tras sus paredes. Sólo se podía oír el soplo del viento alto y mi propia respiración.

Por la calle La Plaza irrumpió una sombra de mujer cubierta con una toquilla negra. Las manos apretadas a la altura de su boca, toda encogida. Por los andares pensé que podría ser mi tía, no estaba seguro pero, por si acaso, me hice el loco y miré, con aparente curiosidad, al Vínculo con la intención que no me conociese.

Ya son menos cuarto, tu no apareces, el frío me hiere, dolido el trasero y el amor propio. Desesperado, humillado, derrotado, perdidas las esperanzas, las manos heladas, los pies bajo cero.

O tu padre no te dejó salir, o se te olvidó la cita. Alguna razón hubo, o quizás no, nunca lo sabré, porque desde aquel día nunca más volvimos a cruzar palabra y de esto hace toda una vida.

A. Buendía

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martes, marzo 25, 2008

Las canciones de los cerrojitos


Las aguas bajan relajadas. De vez en cuando un insecto, una rana o un mirlo, alteran el normal transcurso de su camino, pero luego, vuelven a discurrir aun más tranquilas.

La vida lo rodea todo y le importa un carajo, quien eres, a donde vas o de donde vienes, solo quiere que no dejes huellas.

Entre los troncos, entre las ramas de los lentiscos, de las adelfas, se respira naturaleza. Todo es verde, todo es agua. Las gotas me mojan la piel al mover las hojas que cierran mi paso y siento su frescor, que se huele, que te cala el pellejo.

El musgo sombrío parece encerrar micromundos desconocidos lejanos a la percepción de tus ojos.

El oxígeno se podría envasar por espuertas y exportar a las metrópolis del estrés.
La luz se olvida del Sol y de la tierra, se queda dormida por el camino.

Y en el último rincón de aquel monte, perdido en los recodos del arroyo de Las Torres, las canciones de los cerrojitos me hacen pequeño, ínfimo, insignificante testigo del universal mensaje. Dónde las horas son meras fracciones de tiempo.

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domingo, marzo 23, 2008

Gaviotas en el temporal






Ha sido una semana santa de lujo, me pilló el temporal junto a la costa y sentí el aire venir nuevo y frío para dejar cada cosa en su sitio.

Los pasos los veré otro año, para entonces espero tener aprendido vocablos como; estación de penitencia, paso de misterio, carrera oficial, entre otros.

Para muchos fue amargo el mal tiempo, todo el año esperando ver su cofradía en la calle y.... Ya se sabe que no llueve al gusto de todos, aunque esta vez ha llovido para el bien de todos. De nuestros campos, de nuestros embalses, de nuestros grifos.

Lo normal es que, coincidiendo la semana santa con la primavera, llueva casi todos los años, si se pusiera en julio, seguro que pocas cofradías se quedarían en la capilla. Pero claro, ¿cómo va a ser lo mismo salir con el azahar explotando que sin él?, o ¿quien sería el guapo que se encasquetaría el capirote un mediodía de verano?. Lo comprendo, la primavera es la mejor época para la semana santa y para la lluvia.

Esta vez salimos ganando los que nos gusta más la lluvia, el año próximo les tocara a los otros.

La tarde del pasado sábado el aire arreciaba en el poniente gaditano, así que abrigado y con algún que otro grano de arena en los ojos, salí buscando retazos de vida, trozos de naturaleza que fotografiar. Me encontré un mar bravo con cara de pocos amigos, el aire, las nubes y muchas gaviotas.

Ahora las comparto con vosotros.




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miércoles, marzo 19, 2008

Cuando el éxito se medía por sensaciones.


Preciosa La Huerta el Pino, con su gran higuera de anfitriona. Ya hace décadas que no paso por allí pero imagino que, como todo lo bueno desaparece, raro será si aun sobrevive este amable árbol de higos de caramelo y hospitalaria sombra.

La higuera era la madre, la jefa y señora de todo el espacio que envolvía. Era la dueña de todo; del seco terrizo, de las matas de correuelas, de los gatos, de los gorriones, de los perros y las cigarras. De las moscas y las avispas.

Muy cerca, casi a sus pies, una pozo oscuro de misteriosa y dulce agua fresca. Aunque no creo que fuera sólo eso, más bien parecía la entrada a otro mundo. Si mirabas dentro, se apreciaban unos amplios arcos, como puertas. El acceso a lo subterráneo. El pasaje a lo más profundo y desconocido de la tierra.

Sobre el pozo una vieja y gastada noria de oxidado esqueleto. Alguna vez tuvo atado un cansado mulo, un esclavo del giro, la víctima del círculo, del volver siempre al punto de parida, del pisar día tras día su propia existencia.

Dentro la oscuridad, dónde alguna vez, seguro, alguien tiraría una flor para pedir un deseo, o para hundir un desamor, para olvidar un recuerdo, para ahogar una esperanza.

Pero lo más sorprendente, lo que más me impresionaba era, asomado con miedo al mismo borde, ver en el fondo grandes peces solitarios. Decían que estaban allí para que se comieran los mosquitos, para acabar con los bichos, para depurar el agua. Pero no creo que esa fuera la razón. Yo pensaba en otros motivos; ¿No serían príncipes esperando un beso?. ¿Serían antiguos niños caídos y olvidados que antes de morir se transformaron en peces?. ¿Serían los guardianes de la puerta del subsuelo?. ¿Los porteros de las profundidades desconocidas?.

Cuando el cubo chorreante surgía, con su extraña cuerda de correa negra, entre espejos de luz y tintineos de aguas, parecía emanar el cristalino líquido del propio cubo. Te acercabas a beber directamente con los morros, y mientras el agua fresca entraba en tu cuerpo de niño, te sentías importante, embriagado por el sabor de la Huerta el Pino, por ese extraño pozo de sirenas, arcos y puertas subterráneas.

Y si después de beber de aquel agua mágica, te dabas un largo baño en los Rueznos, en el Cachón o en la Sua, entonces te sentías sencillamente el más afortunado del planeta. Cuando era niño, cuando el éxito se media por sensaciones.

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jueves, marzo 13, 2008

El centro del universo.


Para definirlo rápidamente se podría decir que El Monte Borracho podría ser un buen lugar para determinar el centro del mundo. Es una casa solitaria en una solana de jaras mirando al sur. Cubierta de azules y plateados de día, de negro y estrellas de noche.

Si yo fuera un dios y tuviera que empezar la creación de un mundo o de un universo primero crearía la casita del Monte Borracho y luego seguiría desde allí expandiendo mi creación hacía todos los puntos cardinales. Cuando me cansara, siempre volvería a este lugar en busca de la inspiración, del descanso.
Recuerdo, siendo niño, un tierno matrimonio de ancianos habitando aquella morada. Si fuera el dios de la creación los haría eternos, para que al regresar cansado, con sus mimos, pudiera recuperar el sosiego. Ningún lugar mejor, para alguien fatigado, que ser el huésped de aquella antigua y sabia pareja. Ellos me alimentarían con sus quesos, sus guisos, con los frutos de su huerta. Saciando siempre mi sed con el pequeño pozo de la trasera, ya bajando hacia el cauce del arroyo de las Torres.

Buen sitio, esa casa, para borrar el estrés. Con la naturaleza, el Sol, el aire y las nubes. Con aquel matrimonio de enamorados ancianos. El Monte Borracho podría ser perfectamente el centro del mundo, de la galaxia, el punto de partida de todo lo que existe.

Por cierto, una vez oí en un programa de radio de madrugada, en esto nuestro sabio amigo Joaquín Mateos nos podría, sin duda, ilustrar, que aquel hombre de pelo blanco cierta vez fue testigo, junto a su esposa, una noche clara de un billón de estrellas, de una inexplicable visión; Percibió una luz extraña fuera, salió a mirar que podía ser y su sorpresa fue mayúscula. Al principio pensó que se trataba de un helicóptero, de un vehículo militar volador, pero luego tras unos segundos de contemplación, sobre todo por la intensidad del brillo y la ausencia de ruido, descartó cualquier máquina conocida; era una nave inmensa, suspendida, silenciosa y brillante, sobre la casa. Una luz cegadora y un escalofrío por todo el cuerpo. Estuvo solo unos segundos y luego se marchó a una velocidad increíble, con movimientos que no cumplían las leyes físicas conocidas.

Resumiendo, que escuché en la radio, la propia voz de este anciano relatando todo lo ocurrido. Nada más y nada menos que un ovni con todos su avíos, suspendido en la solitaria noche del Monte del Borracho, ahí es nada.

¿Qué sería aquello? ¿Maniobras militares con tecnologías secretas? ¿Seres de otros mundos explorando la Tierra? ¿Organismos superiores analizando, no sabemos, que misteriosa realidad? ¿O no será más que probable que el Monte Borracho sea sencillamente el centro del universo? ¿Qué otra explicación tiene?

Iker Buendía.

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martes, marzo 11, 2008

¿Acaso hay conejos en el cielo?


Perdonen la tristeza, pero hoy el día amaneció con tinte amargo. Mi perro, ayer por la tarde, se sintió enfermo y esta mañana lo encontré muerto. Mi padre, muy temprano, lo metió en su coche y se lo llevó, aliviándome del doloroso trance de verlo muerto.

Anoche, con ojos tristes de despedida, me miraba directamente al alma. Inmóvil, frío, en un adiós mudo. Le hablé, le susurré, le dije que fuera valiente, que todo pasaría, mientras le acercaba un poco de leche y no abrió la boca. Se estaba muriendo, con sus tristes ojos de cristales frágiles. La mirada del adiós.

Ahora me duele recordar todas esas imágenes que se suceden; el día que me lo dieron, los paseos por la Fuente de los Caños, su hocico de tierna sonrisa, cuando lo amaestraba en la azotea o cuando corría tras los conejos del solar.

Que flamenco, que saleroso, que rabo nervioso, que sumiso a su amo, siempre alegre, nunca enfadado.

¿Dónde estarán ahora sus carreras tras las golondrinas?
¿Dónde quedaron sus ladridos al gato forastero del limonero?

¿Y ahora, que pasará cuando la soledad me envuelva en la huerta y no tenga quien siga mis pasos?. ¿Quién entrará en el coche al abrir la puerta?. ¿Quién me recibirá, entre carreras, al llegar de las clases?.

¿Por qué no vuelves?, ¿Qué te hizo marchar?, ¿Acaso hay conejos en el cielo? .

A. Buendía.

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sábado, marzo 08, 2008

Que se pudran con sus muertos.


Cuando mañana me despierte mi pequeño, con su anárquico reloj, me tirará del pijama reclamando ayuda para encaramarse a mi cama.
Entonces se escurrirá feliz entre mi mujer y yo. Su tierno cuerpo se hará un hueco, entre ambos, para recibir la mañana de domingo entre abrazos y risas. Aún en la penumbra me acercaré a respirar el suave aroma que despide su melosa piel de cinco años. Cuando tenga mi nariz cerca de su cuello, será inevitable pensar en el pobre hombre asesinado y en la triste niña aparecida. Pensaré en ellos pues yo estaré respirando la esencia misma de la vida, esa misma vida que unos desalmados le segaron a ambos.

Canalladas como las ocurridas, me hacen pensar cuanto vacío puede albergar una alimaña cobarde para despreciar la vida de un ser que vive y siente.

Con estas putadas me asombro del enorme vacío, de la nada, del no tener corazón, ni alma, ni estómago, de la gran ausencia de todo en un miserable que mata.

Atrocidades como estas me remueven las tripas, me agrian el paladar, me provocan un odio seco a esos cabrones, que no merecen ni el aire que respiran, deseando que se pudran con todos sus muertos.

¿Y Dios? Tanto esperar al juicio final y aquí mientras los diablos matando.
¿Cuando coño empezarás a hacer algo? ¿A cargarte a los asesinos y no a sus víctimas?

Asesinos, cómplices, iros todos al carajo.

A. Buendía.

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jueves, marzo 06, 2008

Llorada una amarga noche de poca luna.


A la derecha unas pequeñas y misteriosas cuevas de poca profundidad. A la izquierda un pino solitario. Un árbol majestuosos protagonista en un paisaje de encinas, acebuches y alcornoques. Pasando el pino una alberca ruinosa que atesora un pequeño manantial claro y fresco. Algunas ranas cantan entre músicas de abubillas, petirrojos y herrerillos. La luz pasa sin pararse, deja un lunar aquí, un destello allá; es ligera, hecha de aire. El olor indescriptible.

Bajo el Pino un amplio espacio llano de suave hierba donde, aquel día de primavera, dimos buena cuenta de nuestro almuerzo. Me comí, con voraz apetito, el bocadillo que me preparó mi madre de carne empanada y mis latitas de zumo. Después no entretuvimos con distintos juegos hasta bien madura la tarde y, casi oscureciendo, nos marchamos devolviendo al árbol su sueño marrón y verde.

Su apartada umbría, el hecho de encontrarte entre dos profundas laderas, el tener un pino por techo, el susurro del agua escapando: Todos estos detalles, entre otros, hacen del paraje del Pino de la Canaleja unos de los lugares con más encanto de Gerena.

Pero además guarda un misterio que supera al propio paisaje: Aquel lugar fue la tumba de un huido de la guerra civil española. Uno de tantos hombres, que perseguidos, se tiraron al monte como alimañas, aguardando una esperanza que nunca llegó. Por aquellos paisajes serranos malvivía uno de nuestros vecinos huyendo de la represión franquista. El desgraciado se alimentaba de la naturaleza y de los escasos alimentos que, a veces, podía llevarle su mujer, siempre de noche y a hurtadillas.

Me dijeron que en aquel lugar fue cazado y dado muerte, seguro que delatado por los mismos pasos que tanto le amaban. Su cuerpo acribillado fue encontrado por su mujer, prefiero pensar esto a que fuera ella misma testigo de su asesinato. Fue hallado y sepultado, junto al tronco de la conífera, bajo sus ramas, en su solitaria sombra descansa desde aquel día.

Quién sabe si, desde las raíces, entró en el torrente de su savia pasando a ser parte propia de nuestro pino desde entonces y para siempre. ¿Será que guarda dentro su alma?

Hoy el paraje está cerrado tras cancelas y alambradas. He intentado volver, pero las leyes de la propiedad privada prevalecen a las del corazón.
Echo de menos el Pino de la Canaleja. Añoro bajar la cuesta, sentir como las cuevas me observan. Acercarme al tronco, a su sombra, a la alberca. Mirar como, asustadas, las ranas saltan en desordenada estampida, y tomar un sorbo de agua.

Sé que si algún día vuelvo me pondré bajo su copa para cerrar los ojos. Escucharé el aire silbando entre sus agujas verdes, y respiraré profundamente. Tras unos segundos seguro que rescataré del tiempo un olor dolido a pólvora quemada. Y se me encogerá el corazón al notar, a mi espalda, las miradas de los verdugos. Y si sigo mucho rato con los ojos cerrados, podré escuchar el latir nervioso y asustado de aquel hombre. Sentiré su respiración, compartiré su miedo.

Después del trance abriré los ojos y, aun con el bello escaldado, ya sin darme cuenta, pisaré una lágrima llorada una amarga noche de poca luna.


A. Buendía.

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domingo, marzo 02, 2008

Dos trapos, tres muebles, una lámpara ciega.


Por no tener no tenía ni nombre cristiano que yo recuerde.
Era pobre en el sentido más económico de la palabra.
Arrastraba una vida arrugada, toda ella, con su piel oscura sobre huesos chicos. Era una uva pasa de miseria y pan duro.

Su casucha no levantaba más que su sombra. Allí, tras las granjas de la Piedra Caballera, bordeada de viejos tajos olvidados, arropada por grandes y verdes pencas espinadas.
Si la veías salir por la puerta, parecía la choza su madre, ella, como recién nacida, pues las dos eran simplemente pobres, hechas la una de la otra.
La puerta; sin llave. Dentro; dos trapos, tres muebles, una lámpara ciega, una triste ventana marchita de luz. Colgando de las paredes, los plásticos, las latas, un poco de romero, tomillo, laurel, todo envuelto entre sombras de miseria y soledad.

Andaba por las calles como perrilla abandonada, un pañuelo en la cabeza, una cesta en el brazo, ropas siempre de lástima.
Pisaba los adoquines como el humo. En las esquinas sus pasos de alpargatas rotas. Paloma perdida sin rama. Una media sonrisa en su boca. Sus ojos con chispas de esperanzas, ojos a veces de cuerda, otras de loca.

Alguna vez la vi cerca del Puente Sin Barandas, o por las Casas Baratas, pidiendo limosna, con prisa, vagabunda sin compaña, sola ella con su pobreza.

Un día dejamos de verla, no sé si murió, si marchó, si se la llevaron, si por su propia voluntad se fue, si la rescató un enamorado marqués, si vino una manada de hijos, con sus nietos, para robarla de su soledad. No sé que le pasó. Desapareció. Se fue como el humo. Quizás de eso estaba hecha.

La llamábamos Jumita, era pobre, solitaria y una joya del alma de Gerena.

A. Buendía.

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