jueves, enero 17, 2008

En la penumbra de una generación en retirada


Permítanme hoy no hablar de mi fotografía, ésta, por presentarla, esta hecha en el paseo marítimo de Chipiona. En la playa de las canteras.



Hoy no quiero hablar de farolas, ni de luces, ni de mar, hoy hablaré de algo muy distinto, más íntimo. Hablaré de mí, y para empezar por presentarse a uno mismo la mejor forma es empezar por el pasado, por mis primeros recuerdos, haremos si os apetece un viaje en el tiempo, a una Gerena de hace bastantes años, y a la vez reciente, casi a la vuelta de la esquina.


Recuerdo a mi abuelo pegado a su mascota, ese sombrero gris altanero. Su ropa siempre de tonos apagados, grises, azules. Serio casi siempre.
Sus manos de dedos largos, delgados y huesudos. La piel moteada, en el fondo clara, oscuros sus grandes lunares. Una herida de metralla en el brazo, la huella de una guerra civil que lo mordió con sus dientes podridos. Sus ojos impenetrables, su mirada, silenciosa en la apariencia pero, llena de reflexiones que pudieran sentar cátedras.
Sentado en los escalones del ayuntamiento, sus bastón, su compañero. Me acercaba, junto a mi hermana, lo besábamos con respeto y admiración. Con orgullo de que fuera ese mi abuelo y no otro. Y luego nos daba alguna moneda con la que ir a la tienda de "Las Gordas" a por chicles, cromos o ambas cosas.

Siempre lo conocí viudo, solitario, inválido, serio. Sin duda los años más felices de mi vida coincidían con sus horas más bajas.
Lo imagino de niño, en el seno de una familia humilde, viviendo en el monte. A veces, en el pueblo, corriendo por las mismas calles que su nieto luego pisaría. Viendo idénticas puestas de sol, cuando el astro rey se postraba tras las vecinas tierras de Aznalcollar. O jugando por la cueva Periquillo, o en los Pelotones.
Me contaron que se crió en los "Guijos", un bello y agreste paraje de la sierra gerenera. Sería de niño gañán, puede que mi bisabuelo, su padre, también lo fuese de algún terrateniente, no sé, el caso es que fue otro hijo del hambre y del amor. Como escribió el poeta obrero.

Como digo, su temprana infancia fue lejos del pueblo, a medio día de camino, bajo el manto estrellado del universo de noche, y sobre las lajas, los barros, el polvo, noche y día.
Comentaba mi abuelo que en cierta ocasión su hermana pequeña se perdió en el monte. Toda su familia buscó sin cesar a la niña desesperadamente. Mi bisabuelo, mi bisabuela. Pero en medio del monte, ¿por donde comenzar la búsqueda de una niña de dos años?, ¿que camino, que regajo se ha de seguir?. Podría estar detrás de cada jara, de cada acebuche, de cada lentisco. ¿Le habría pasado algo?.
Y la niña, criatura inocente como todos un día lo fuimos, regresó por si sola, sin que diera oportunidad a que nadie la encontrase, cogida a una cochina, la misma que la raptara mientras pastaba bellotas, raíces, orivivis y gallinetas, agarrada de la cola del animal que sin querer se la llevó, para locura de sus padres, perdida entre las jaras.

Mi abuelo, criado en el monte, superviviente de una tierra injustamente repartida, trabajó como tantos niños de pobre, bajo la solana mortaja de la calima andaluza; seguro que fue niño porquero, comandante de un tercio de bellos cochinos. De cabrero, general de un precioso rebaño de cabras todas ellas brillantes y felices. O salió muy de mañana, cuando el lucero matagañanes aun se dibujaba en la agujereada manta negra de los brillos infinitos, a rebuscar un puñado de garbanzos olvidados en una desolada haza del Chamorro.
Seguro que su infancia fue así, el nunca habló de ella, pero ¿acaso pudiera aspirar a otra?. El no solía hablar del pasado, y si me hubiera contado algo, siendo yo tan solo un niño, no lo hubiera comprendido. Tal vez mi abuelo aguardara de mi una suficiente madurez.

Fue a toda vista hombre humilde. Sin que el ser pobre en oportunidades le impidiera disfrutar de sus sueños. Sueños comunes y terrenales; conquistar a la más guapa moza de la villa, formar una familia, tener hijos, proporcionar un futuro próspero para todos ellos.

En cuanto pudo dominar a las nobles bestias, fue ese flaquito joven aguador llevando el líquido de la vida a los tostados jornaleros.
En la Fuente de los Caños llenaría sus pesados cántaros y, mientras la fresca agua iba quedando presa en el cadalso del barro cocido, sus ojos revoloteaban por las pecheras de las mujeres que acopiaban también el tesoro elemento. Sus pupilas al acecho del descuido o del cuido que le proporcionara la cálida visión de unos muslos, de un escote.
Y entre zapateros, avispas y escarabajos de azabache, subiría la cuesta de la Cruz de la Fuente, para llegar hasta el cortijo de la Pizana seguido por ese borriquillo travieso. Ambos por esas veredas del sudor y el polvo, dos inocentes almas empujadas al trabajo de los hombres.

A zancadas, dejando atrás su alma niña, en la briega diaria del Sol a Sol, se convirtió en un apuesto zagal. Para el servicio militar se talló y fue destinado a Melilla, era el año 1.936. Mala suerte. Y mientras algunos mandamases del ejercito se crecían mirando por encima del hombro al mismo Dios, mi abuelo siguió siendo el peón en una partida que le era ajena, empujado al abismo de la muerte fratricida, al azar de las balas, proyectiles desalmados en los que recaía la decisión de quien vivía y quien moría. Y bombas que no entendían ni del dolor de una madre, ni de la pena de una esposa y, mucho menos, de lo huérfanos nacidos, ni de los huérfanos por nacer.
Una mañana se despertó asustado, lo tiraron de su camastro, bajó la flema de un oficial orgulloso, programado para obedecer y para ser obedecido, una madrugada, en el anonimato de su fila, le contaron que estaba llamado a ser el defensor de España. A luchar por una patria libre de rojos. Y en sus oídos aquello sonó raro, extraño; como si tuviera que proteger a su madre matando a sus hermanos, y no lo comprendió.
Capeando como pudo a la muerte fue carne de trinchera, obligado a matar o a morir, al servicio del exterminio de la razón y, convertida Teruel en la puerta del infierno, le robaron su voluntad, siendo testigo en primera fila de la muerte del hombre por el hombre. Participando en una guerra que, como en todas, los pobres exponen sus vidas, y los ricos parte de sus capitales. Y siempre perdiendo y ganando los mismos.

Al volver de la contienda se encontró con otra guerra, esta vez la cara cruel tenia sombras de miseria, hambre, de ausencias, el amargo sabor de una victoria sin ganadores. Con el hedor de la muerte flotando entre los recuerdos.
La fabrica de harina no era el mejor lugar para trabajar, pero ya tener laboro era motivo de sosiego y esperanza. Los sacos de sesenta kilos abrazaban la espalda de mi abuelo con una fuerza malintencionadamente íntima. La tolva, el saco vacío de tela, el polvo blanco entrando en todos sus poros. Todo cubierto de una sucia nevada irrespirable, blanca y seca. Soportando el peso su encorvada espalda, sus piernas cansadas. Al final del pasillo el muelle donde un carro aguardaba su carga. Y mientras, pensando quizás en los ojos de mi abuela. En esa tarde que bajando al Barrihondillo se cruzó con su morena y se miraron fijamente encendiéndose ella toda de vergüenza y desazón.
Y en el mayor de los esfuerzos, cuando logra subirse el saco a la espalda, se le escapa un sentimiento frágil de incomprensión. ¿Por qué Antonio no lo quiere para su hija.?. ¿Hizo algo para ofenderla?. ¿Es solo por ser pobre?. ¿ Sería igualmente repudiado siendo acaudalado y vago en vez de trabajador y pobre?.

Distintas peripecias de la vida lo condujeron a la profesión de arriero, acompañado de su carro, sus mulos, figura errante de caminos y veredas, siempre de aquí para allá, cuando aun el Mundo era grande.
Se casó con mi abuela, a pesar de la desaprobación y desprecio de sus suegros, desprecio que le mantendrían impermutable de por vida y que se reproduciría en marginación y cariño estéril para los hijos del matrimonio. Tuvieron siete vivos y dos mellizos que al nacer no despertaron.
Trabajando, luchando como gatos panza arriba nunca les faltó el plato de comida en la mesa. Y si bien la miseria rondaba por doquier, no entró en su hogar espantada por la huella diaria del esfuerzo, la constancia y el amor que desprendía a todos la compañera perfecta, la gran esposa y madre, mi querida abuela que casi ni conocí.
Muchos días mi abuelo llegaba tarde a casa, eso si llegaba. Había tanto que olvidar. Además, en casi todas las compraventas el trato se cerraba en el mostrador de la taberna, al compás de un cante, con el tintineo de los vasos como catalizador. Después del trato, del vino en la Bomba antigua, fracasado o acertado el negocio, lo esperaban siete chiquillos nerviosos y una mujer desesperada. Ocho seres con ocho bocas, ocho corazones, ocho personas esperando lo mejor del cabeza de familia. Y el solo era un Hombre.

Lo recuerdo sentado solitario bajo una luz tenue. Su hogar finiquitado, los ojos pensativos, acompañado por un pequeño vaso de vino blanco. En la penumbra de una generación en retirada. Ajeno a ruidos y a estridencias. Su mirada siguiendo la estela de un recuerdo. Yo me acercaba, le daba un beso, y miraba dentro de sus ojos como quién mira al fondo de un profundo pozo. Pocas palabras. Alguna frase suelta y muchos silencios. Su semblante inalterable, serio.

Muchos de sus gestos han quedado en mi padre. De mi padre, algunos han pasando a mí. Y a veces, en la pared de un ascensor, en ese frío espejo con el que te tropiezas una vez dentro, miro en mis ojos buscando algo, y muy lejos, al fondo, veo también ese pozo envuelto en sobras, como si tuvieran dentro pistas, huellas de los ojos de mi padre, de los de mi abuelo, y de los de tantos otros que me fueron legando sus genes pero que no conocí. Y me siento profundamente orgulloso al sentir sus presencias dentro.

A mi abuelo, a una generación para admirar.

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