miércoles, marzo 19, 2008

Cuando el éxito se medía por sensaciones.


Preciosa La Huerta el Pino, con su gran higuera de anfitriona. Ya hace décadas que no paso por allí pero imagino que, como todo lo bueno desaparece, raro será si aun sobrevive este amable árbol de higos de caramelo y hospitalaria sombra.

La higuera era la madre, la jefa y señora de todo el espacio que envolvía. Era la dueña de todo; del seco terrizo, de las matas de correuelas, de los gatos, de los gorriones, de los perros y las cigarras. De las moscas y las avispas.

Muy cerca, casi a sus pies, una pozo oscuro de misteriosa y dulce agua fresca. Aunque no creo que fuera sólo eso, más bien parecía la entrada a otro mundo. Si mirabas dentro, se apreciaban unos amplios arcos, como puertas. El acceso a lo subterráneo. El pasaje a lo más profundo y desconocido de la tierra.

Sobre el pozo una vieja y gastada noria de oxidado esqueleto. Alguna vez tuvo atado un cansado mulo, un esclavo del giro, la víctima del círculo, del volver siempre al punto de parida, del pisar día tras día su propia existencia.

Dentro la oscuridad, dónde alguna vez, seguro, alguien tiraría una flor para pedir un deseo, o para hundir un desamor, para olvidar un recuerdo, para ahogar una esperanza.

Pero lo más sorprendente, lo que más me impresionaba era, asomado con miedo al mismo borde, ver en el fondo grandes peces solitarios. Decían que estaban allí para que se comieran los mosquitos, para acabar con los bichos, para depurar el agua. Pero no creo que esa fuera la razón. Yo pensaba en otros motivos; ¿No serían príncipes esperando un beso?. ¿Serían antiguos niños caídos y olvidados que antes de morir se transformaron en peces?. ¿Serían los guardianes de la puerta del subsuelo?. ¿Los porteros de las profundidades desconocidas?.

Cuando el cubo chorreante surgía, con su extraña cuerda de correa negra, entre espejos de luz y tintineos de aguas, parecía emanar el cristalino líquido del propio cubo. Te acercabas a beber directamente con los morros, y mientras el agua fresca entraba en tu cuerpo de niño, te sentías importante, embriagado por el sabor de la Huerta el Pino, por ese extraño pozo de sirenas, arcos y puertas subterráneas.

Y si después de beber de aquel agua mágica, te dabas un largo baño en los Rueznos, en el Cachón o en la Sua, entonces te sentías sencillamente el más afortunado del planeta. Cuando era niño, cuando el éxito se media por sensaciones.

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