viernes, octubre 10, 2008

Manzanas

La Historia: ¿Recuerdas la última vez que el cielo se llenó de nubes con formas de manzanas?¿Lo recuerdas?
Fue una tarde de domingo. Apareció la primera nube cuando el sol comenzaba a declinar. Una gran manzana roja flotaba sobre las antenas, y luego docenas, centenares, millones; Todo el cielo era un gran cesto de manzanas. La gente las veía por los cristales o mientras andaban por las aceras. Todos llevábamos en los ojos las formas redondas de aquellos frutos del cielo.
Mi vecina también. Acababa de recoger la ropa del tendedero y bajaba con el baño rebosando calcetines. Tenía los ojos sembraditos de manzanas. Nunca podré olvidarlo.
Yo había visto algunas nubes por la ventana y quería también mirarlas desde la azotea. Al encontrarnos en la escalera, como casi no cabíamos, retrocedí un poco, ella se llevó el cesto a un lado. Estábamos tan cerca que casi nos rozábamos. Llevaba un vestido estrecho, color fresa de un raso muy brillante. El escote, como siempre, generoso. Las tetas de mi vecina podrían declararse la octava y la novena maravillas del mundo. El pelo rubio y suelto. La repasé a fondo, desde los tobillos hasta las cejas, mientras mi parte más animal despertaba; el homínido que llevo dentro, oprimido, enjaezado con las reglas, los modos y los maditos qué dirán.
En una fracción de segundo mi imaginación dibujó su cuerpo; los lunares de su escote, el elástico de sus bragas, la raja de su culo. Imaginé su entrepierna entre una selva de rizos. Todo eso en una milésima.
Nos sonreímos despacio y su boca, creo sin querer, me enseñó un trozo de lengua. Aquello fue como encender fuego sobre un monte de pólvora. Impulsado por un destino imposible me acerqué y la besé. Ella no movió ni un músculo. Y yo no quería que la ropa pesara ni que la escalera subiera ni que bajara. No quería otra cosa que sus labios, su boca y su lengua. Con aquel sabor ácido a manzanas verdes.
El beso duró lo que tuvo que durar. Luego, de repente, buscó mi mano y tiró de mi por las escaleras. Subimos hasta el final del todo, a un pequeño rellano, junto a la sala de máquinas del ascensor. Allí, acorralados, teñidos con los reflejos rosas de un sol apagado que nos observaba por un pequeño tragaluz, nos apretamos ansiosos contra una puerta de chapa.
El ascensor subía, bajaba, paraba; la maquina y su engranaje seguía con su ajetreo. Igual que mis manos, que la recorrían cazando cada botón, cada broche, cada ojal. El vestido cayó al piso, junto a mi ropa.
Ya desnuda se tumbó en el suelo; yo le chupaba el lóbulo de una oreja. Y recorrí sus calores, sus olores, el sabor de sus rincones. Me perdí entre brazos, uñas, muslos, piernas, dedos.
Por la escalera subían los sonidos de las otras vidas; niños chillando, mujeres hablando, una moto pasó ruidosa.
Mi vecina y mi homínido unidos, hasta que ella respiró hondo y dejó escapar un largo y húmedo suspiro.
Todo quedó en silencio, mientras una lluvia de calcetines caía por el hueco de las escaleras, y en el cielo millones de nubes, con formas de manzanas, seguían viajando.

El Epitafio:
"Apruebo que te lo llevases más cerca, pues el anciano no podía ya ver desde la tierra las nubes".

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2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

¿Será cierto que te rodeas de tan bellas mujeres?, ¿O tu imaginación, como a las nubes, les busca esa forma?

10 de octubre de 2008, 12:55  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Bueno, Aureliano, por fin regresó tu inspiración (no ha tardado demasiado) y ha sido de una forma voluptuosa, lúbrica, libidinosa, muy de testosterona no?, pero, como siempre, también muy literaria. Que importa si eso que cuentas ha sucedido realmente o no? lo que cuenta es como lo explicas.

10 de octubre de 2008, 22:59  

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