domingo, julio 20, 2008

Fantasmas de la Brujera

Anoche volví a enfundarme la tela de los dos redondeles recortados y salí a las sombras para buscarla.

Al dejar atrás aquellos sitios dónde el sereno gobernaba su séquito de candiles, la oscuridad, a sus anchas, pintaba la noche de julio negra con su techo sin luna.

Nadie podía reconocerme, los de mi especie no tenemos identidad, tampoco realidades a las que serles fieles, ni preocupaciones que predominen sobre el capricho de los amantes.

Siguiendo por la calle abajo, coincidiendo con el camino dibujado por la lechosa vía láctea, mis pasos anduvieron hacía el encuentro. Y detrás de la cueva Periquillo, allí estaba ella o su bulto, también con su cáscara de trapo.

Al encontrarnos, nos tocamos, nos abrazamos, quisimos comprobar bajo los disfraces nuestras presencias. En silencio, en el solitario rincón de las moles de granito, sobre un lecho viejo de cuarzo, mica y feldespato, nos arrebatamos la piel de tela y como bestias ciegas, bajo millones de brillos de plata, nos entregamos al desazón de las bocas, de las lenguas, de las manos.

Ella tierna y caliente. Sus pechos, su espalda, las piernas fuertes, estremecida su figura. Su melena enredada, las manos galopantes, esos lunares que no podía ver, esos labios a los que prácticamente mordía. Revolcados en un altar pagano, con una ofrenda al cielo de carne, sudor y piedra.

Después, vencidos ambos de la lucha, nos tumbamos con la mirada al universo, nuestros ojos viajaban donde no pueden llegar los hombres, ni la ética, muy lejos del bien y el mal.

Y una estrella perdida cruzó a un palmo de nuestras caras, ella pensaría en un deseo, yo rogué muchas noches de vida. Le di el último beso y bajé los pelotones. Al pasar, la cueva me miró recordando celos de los tiempos en los que estuvo enamorada.

Yo portaba mi hábito espectral, salté el muro del corralillo y crucé la esquina. Unos metros antes del primer farol me quité las sábanas y las guardé en su escondite.

Cuando llegué a casa aun los niños estaba despiertos, el más pequeño me abrazó llorando, le pregunté que le pasaba y me dijo que su hermana le hacía llorar con historias de miedo, le limpié un caminito de lágrimas, y le dije muy bajito al oido:
- Duerme precioso y no tengas miedo, que los fantasmas no existen.

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