lunes, septiembre 19, 2011

Los dos heridos en los mismos sitios







-¡Los cagaos que se queden afuera!- dijo el enfermero desde la misma puerta del quirófano. En la antesala éramos tres hombres vestidos con nuestros gorros, nuestras batas, los cubre zapatos a juego, todo de color verde menta, o verde hospital, según se mire.
El enfermero era un hombre pasado de la cincuentena, también vestía de verde, y llevaba el gorro que suelen llevar siempre los enfermeros en todas las operaciones, solo que éste era de los colores de la bandera de España, con el toro de Osborne, a modo de enseña patria en todo lo alto de la frente. Tenía gafas y un bigote donde se apuntaban canas, y nos miraba a los tres hombres como si fuera el matarife esperando el despacho de sus cerdos.
Entonces le contestó el celador: -Pues como los cagaos se tengan que quedar fuera, muy pocos iban a entrar. Vamos que no entraba nadie.
Yo miraba a todas partes; al carrito lleno de gorros, batas, cubre zapatos, y al perchero donde colgaba mi polito, pues antes de enfundarme la bata me había desnudado de cintura para arriba. Y me dije: “Mal vamos cuando yo creía que la operación era de cintura para abajo y van y me ponen en cueros de cintura para arriba.”
-Venga ¿Quién es el primero?- Preguntó el celador.
-Yo mismo- Me levanté decidido pensando: “Los malos tragos, mientras antes se pasen mejor.”
Crucé la puerta, y allí me esperaban el enfermero del gorro rojo y gualda. El quirófano, se me antojaba enorme, la camilla de operaciones bien iluminada, y varias puertas por varios sitios: “Lo ves – me decía – si ahora quisiera salir corriendo no me iban a faltar las escapatorias.”

Cuando uno entra en un quirófano no sabe muy bien a qué atenerse; qué es lo que se espera de ti; me refiero a que uno deja de ser esa persona con iniciativa, y pasa a ser una criatura al pairo, de aquellos que te pinchan, te cortan, te cosen...

-Siéntese en la camilla y bájese los pantalones hasta los tobillos. Bájese también los calzoncillos.
Las frases que te dicen en esos sitios son siempre claras y cortas; las puedes obedecer sin siquiera pensarlas, van del oído al músculo, y tu cuerpo, imagino que por eso del canguelo, pasa a ser un autómata en manos de otros. Luego te pueden entrar algunas dudas: ¿están los calzoncillos suficientemente bajados...? Si los pantalones eran hasta los tobillos ¿y los calzoncillos?, ¿más arriba?, ¿más abajo?- yo creo que nos hacemos todas estas preguntas por la simple razón de mantener ocupada nuestra mente. Y también por el canguelo.

El doctor era más joven que el enfermero, unos cuarenta y tantos. Llevaba la mascarilla puesta, y apenas me fijé en sus facciones. Además mi postura, tumbado boca arriba, me hacia mirar solo las lámparas suspendidas encima de mí; así también tenía mi mente ocupada, lejos del canguelo.

Lo mejor de las operaciones es que no es necesario que te mires a ti mismo. Piensas que de ese modo nos libran de una de nuestras imágenes más patéticas. Prácticamente, como no te miras, te están ahorrando un disgusto. También creo que las heridas duelen más cuando te las ves, mucho más, dónde va a parar, que cuando te las ignoras.

La primera vez que me pincharon en el brazo, para hacerme un análisis, quise ver como era aquello; me fijé con atención en la aguja insertada en su jeringa, y como atravesaba mi piel, y luego la naturaleza de aquel invento que se iba volviendo rojo, poco a poco; un rojo intenso que quemaba. Aquello de que por tu propio bien te tuvieran que hacer daño, y de una forma tan premeditada, me hacía comprender que la vida estaba hecha, desde luego, para valientes. Y preguntarme: ¿cuánto dolor sería uno capaz de soportar por su propio bien? Aquello de mirarme atravesado sólo tuvo interés en aquella primera vez. Ya nunca más volví a mirarme cuando con posterioridad me volvieron a sacar sangre. Incluso ahora que dono de vez en cuando no se me ocurriría verme pinchar por nada del mundo.

Así que, tumbado en la camilla, tratando, sobre todo, de no verme, me bajé los pantalones y los calzoncillos hasta las espinillas, y me quité de la cabeza cualquier idea de imaginarme. Me había desnudado delante de dos extraños, y aunque sabía que cerca rondaba también una mujer, enfermera o medica quién sabe, aquello de mostrarme en bolas bajo una potente luz, con los huevos rasuraditos, estaba a años luz de cualquier erotismo.

-¿Se ha traído usted los huevos o los ha dejado en su casa?- Me preguntó el enfermero.
-Me los ha traído. Creo que andan por ahí abajo.

A partir de eso momento me encomendé a las manos de aquellos señores esperando que el trance fuera breve. No pensaba en el dolor, sino en la prontitud, en que todo terminara cuanto antes.

-Te pondré yodo –me dijo el enfermero-, y notarás un poco de frío, pero no creas que con esto hemos terminado, que lo bueno viene luego.
El hombre que tenía el toro de Osborne en la frente me pasaba un algodón empapado en yodo por todas mis zonas bajas. Yo notaba un ligero fresquito, mientras el enfermero continuaba, como digo, masajeándome con el algodón. ¿Quién me iba a mí decir, momentos antes, que me fueran a dar aquella tarde un masaje en los mismos escrotos?

-¿Qué?, ¿te ha dolido?- Me preguntó al terminar.
-¿Dolido?- Respondí- Me ha gustado y todo.
-¿Qué te ha gustado? ¡Acabemos! ¡Otro sarasa! ¡Ya nos ha tocado un mariposón! –El enfermero casi gritaba, y yo pensaba que desde ese momento y en adelante mejor calladito.
-¿Ha oído usted doctor García? Como nos descuidemos nos pone todo esto perdido de aceite. Anda voy a poner el cubo debajo de la camilla, que si no verá usted la que se va a liar. ¡Abrase visto!, ¡que dice que le ha gustado!

No tengo dudas que aquel enfermero disfrutaba de su profesión, y la ejercía con diligencia, a la vez que desdramatizaba el asunto gastando una y otra broma al respetable que probaba su camilla.

A esto que se acercó el cirujano, y no pudo decir otra cosas que: -Bueno, pues vamos a la faena. A ver si esto se hace como lo leí esta mañana en el Internet. Pues ya ves, si quieres saber cómo se hace cualquier cosa, en el Internet da gusto como te lo explican -Y continuó-. Imagino que este señor viene también para hacerse el cambio de sexo.

-No, no, -me aligeré en intervenir- que yo estoy muy contento con mi sexo, que lo mío no va por ahí.
Aún sabiendo que todo era parte del cachondeo, por lo menos diciendo esta boca es mía me sentía más tranquilo.
-¿Cuántos hijos tienes?- Me preguntó el enfermero.
-Dos.
-¿Y tu mujer?
-También dos.- Balbucee, después de recuperarme del desconcierto de la pregunta.
-Bueno, relájate y no te contraígas- Me decía el médico mientras en la mano erguía una jeringa con lo que suponía yo se trataba del líquido anestésico–. Te doy un pequeño pinchacito, que apenas duele, pero no te contraigas.
Noté la aguja entrando en mi gónada izquierda, y me encogí entero, creo que hasta la última célula de mi cuerpo se contrajo.
-Te has contraído, intenta relajarte- me reñía.
-Si yo lo intento, pero me pasa eso que una vez me contaron de los huevos en ascensor. Eso de que cuando hay peligro los huevos se suben y se esconden para quitarse de en medio.
-Precisamente –dijo el enfermero- ayer tuvimos a uno que operarle de esto mismo, pero por la garganta. Ese sí que tenía los huevos en ascensor. Los tenía de corbata.

-¡Ea!, este ya está listo, ahora vamos a por el otro.
-Y nos ha salido hasta bonito. Y mira que yo –decía el enfermero- soy de mantenimiento, que esta mañana me dijeron que en vez de arreglar cañerías me pusiera aquí a cortar huevos.

El segundo minchazo dolió menos. Parece como si los cuerpos, una vez aprendido un dolor, le perdieran en cierta forma el respeto. Después del pinchazo; cortó, anudó, cerró y cosió.

-Se acabó– Dijo, para mi alivio, el cirujano.

-¿Qué? ¿Has venido, con tu mujer?- Me preguntó el enfermero.
-Sí, ahí fuera está.
-Pues ahora le vamos a decir que te has portado como un machote. ¿Vale? Ya te puedes vestir.
También sin mirarme me subí los calzoncillos, los pantalones. Noté unas gasas, un ligero dolor y me incorporé despacio. Me levanté de la camilla y en eso el enfermero, retiraba de ésta un especie de pañal muy grande que había estado debajo de mí todo el tiempo. Estaba lleno de yodo, así que por aquellas manchas empezó el enfermero a decir: -Pues mira; dos o tres manchas de aceite. Ya lo decía yo que este iba a perder aceite.
Yo le devolví una media sonrisa.
-No te bañes ni duches en tres días –me dijo el doctor-. La playa y la piscina no las pruebes hasta que no se te caigan los puntos. Y de hacer el amor, nada en tres años.
"Vaya con el cachondeo -pensaba-, hasta el último momento van a estar de guasa."
-Bueno, pues nada, adiós y gracias.
Salí, me senté en la salita donde estaba mi ropa. Me vestí, me quité todos los abalorios verdes, y les di algo de ánimo a los dos hombres a los que seguidamente les iba a llegar su turno de pasar por el quirófano del que yo había salido.
-No os preocupéis que yo ni me he enterado. Empiezan con las bromas y cuando te das cuenta ya estás listo.

Y así fue como terminé este trago. Salí por la puerta y fuera habría otros diez hombres más, esperando su turno. Yo, aunque herido, sintiendo un pinchazo fino y agudo en cada uno de mis testículos, atravesé aquel largo vestíbulo como lo hacían los forasteros en las cantinas del Oeste; derecho, valiente, y todos me miraban, como esperando que dijera algo. Yo había sido el primero de aquella tarde. El primero en salir convertido en un hombre de espermatozoides caducos.

-No es para tanto- dije a la parroquia-, diez minutos.
Mi mujer me preguntó si estaba bien. Yo le dije que sin problemas, pero que necesitaba sentarme un rato. Ella me pidió que me sentara a su lado. Y yo le contesté por lo bajito: -¿Estás loca?, ¡Aquí no! Vámonos para la planta de más abajo.
Así que me senté en la planta de abajo un rato; allí, lejos de las miradas de los que conocían mis dolencias. Y, mira por dónde, pensé en aquel pobre cochino que conocí de niño y que se llamaba Miguelito (por el ministro Miguel Boyer). Aquella tarde en la que la navaja de un vecino, conocido en el pueblo como “el Tiacón”, le asestaba dos tajos limpios en los huevos, luego le sacaba de cuajo las criadillas, se las retorcía y se las cortaba. Por suerte él era un animal y yo un humano, y ni la forma ni tampoco la cuestión era la misma. A él se lo cortaron todo; a dolor. A mí sólo me cortaron el paso; y con anestesia. Pero allí quedó el pobre Miguelito; triste, en el rincón de su zahúrda. Y allí estaba yo, dolido, magullado, en aquella silla de plástico. Hombre y cerdo: los dos heridos en los mismos sitios.







...

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3 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

No se si darte la enhorabuena por tu nuevo "estatus", pero si te admiro por dejaste trastear por ahí abajo. Que cojones hay que tener!! El relato ... Magistral. Nos vemos a la vuelta .

20 de septiembre de 2011, 7:18  
Blogger J.Joaquín Santos ha dicho...

Te deseo una pronta recuperación amigo Aureliano, aunque ten mucho cuidadín, a veces el camino se ha abierto paso de nuevo de forma natural.

Muy simpatico el relato.

21 de septiembre de 2011, 15:58  
Blogger DANI ha dicho...

JOder, es autobiográfico??? ánimo tio, yo sería incapaz de entre ni siquiera por la puerta del hospital :))


Un abrazo enorme

26 de septiembre de 2011, 21:59  

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