martes, junio 03, 2008

Entes que llegara el cura.



El Marro era un juego apasionante. Siempre jugábamos solo niños. Nos organizamos en dos grupos. Los dos niños mayores, los capitanes, después de sortease el turno a pares o nones, elegían, por orden, los compañeros de equipo de entre la manada, como eso, como si se tratara de una feria del ganado donde el ganadero selecciona los más aptos, los mejores. Una vez hecho el selectivo reparto, clasificación cruel para los que iban viendo que ninguno de los dos los elegían y se quedaban hasta el final de la elección prácticamente recogidos por lástima, yo era de aquellos, entonces, como digo, una vez definidos los dos grupos, cada bando tomaba posición de una esquina, de sus bases. Ambas separadas por unos veinte o treinta metros. Recuerdo, en las tardes de catecismo, la esquina de la iglesia con su trozo de columna antigua hincada en el suelo. Esa era la base de un grupo. La otra base, una esquina del Palacio, otro trozo de columna. Estas dos viejas piedras, hoy de un metro de alto, centenares años atrás fueron protagonistas de alguna bella finca musulmana, romana o tartesia, y en mis tiempos niños, transformadas en dos puntos emisores de energía, una energía invisible que solo con tocarlas te daba el poder para atrapar a alguien del bando contrario, gritando -¡Marro!,- Entonces tenías a un prisionero que llevarte a tu base. Sólo podías capturar a alguien del otro equipo si habías tocado la columna tuya después de que él tocara la suya. Si tu contrincante corría más rápido que tu y le daba tiempo a alcanzar su columna, entonces eras tú quien tenías problemas, porque él recuperaba, de nuevo, la energía y ahora era tu contrincante quien te podía capturar.
Cuando atrapabas al otro niño y gritabas -¡Marro!-, eras inmune a todos los demás, agarrabas al capturado por el jersey, y lo llevabas a tu base como si de un trofeo de caza se tratase.
Cada equipo iba acumulando prisioneros, que se tenían que quedar pegados a la columna del equipo contrario, prisioneros que a su vez hacían una fila dándose las manos los unos a los otros lo más larga posible, el primero de la cadena siempre tenía que estar tocando la columna como si una cadena invisibles los ataran a la base del equipo adversario. Si venía corriendo alguien de su equipo y tocaba cualquier punto de la cadena, entonces todos quedaban liberados y podían volver corriendo a su esquina. El juego rara vez terminaba, generalmente el cura llegaba antes.

A los diez años ese juego me fascinaba, y aun lo hace. Es una mezcla de inteligencia, reflejos y velocidad. Podías, como en mi caso, carecer de velocidad y utilizar en mayor medida otras cualidades, entonces el torpe podía ser igual de peligroso que el más veloz. Creo que por eso todos nos divertíamos tanto, nos sentíamos iguales y poderosos. Todo esto antes que llegara el cura, en la puerta de la Iglesia, en los momentos previos al catecismo, jugando al marro.





Etiquetas: ,

7 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Que buena memoria tienes! Te juro que no me acordaba de aquellos momentos,justo antes de que llegara el cura.Deberian de fomentar ese juego ahora que los niños no hacen ejercicio, recuerdo que corriamos durante horas como si nada.
Pero bueno, las cosas han cambiado mucho. Me quedo esperando el proximo articulo. Un abrazo.

6 de junio de 2008, 7:57  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Pro cierto, despues de leer el texto me estoy fijando en la foto en la que se ve la torre entre los naranjo.Es buenisima.

6 de junio de 2008, 8:00  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Me estreno en este blogg con este comentario, un saludo a los que nos encuentramos en este lugar. Pues yo tambien era de esos que sufrian al ver que te quedabas de los último en la configuración de los equipos, Aureliano, gracias por refrescarnos esos juegos de nuestra infancia en Gerena, por cierto yo jugaba en la Plaza, esa que ahora está irreconocible. En este foro está la prueba irrefutable de la necesaria sensibilidad al tratar el patrimonio de nuestro pueblo, el desarollo, su crecimiento armónico, la sensibilidad al respeto del pasado, a las pequeñas cosas, personas, rincones, a nuestro entorno natural... esa sensibilidad es lo que nos está invitando a compartir nuestras opiniones. un saludo

6 de junio de 2008, 19:57  
Blogger Felipe Marín Álvarez ha dicho...

Saludos amigos, contento estoy de estos últimos comentarios, no escribo más pues no me dejan tiempo libre, ahora tengo un hueco así que después de este saludo me pongo manos al teclado, a ver si me sale algo.

A todos deciros que adelante, no perderemos el tiempo en boberías, no perderemos la vista de la esencia.

Tengo poca memoria, pero muchos recuerdos. Un abrazo.

Y este último anónimo ha dado en el clavo de lo que tenemos común, de lo mas importante.

8 de junio de 2008, 16:55  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Hola es la primera vez que escribo en este blog, algo curioso, dices que jugabas a marro en la esquina de la iglesia y en un articulo anterior comentas que no conocias a "la tercera" no se, algo muy raro no?.Si jugabas y te criaste en ese barrio como que no conocias a Fernanda.

11 de junio de 2008, 12:50  
Blogger Felipe Marín Álvarez ha dicho...

Hola Jero, espero que no sea la última.

Conocer, no es saber como se llama, donde vive, de quien es hija, o quines son sus hermanos.

Conocer creo es mucho más amplio; que pensaba, por que tomó aquel u el otro camino, cuales era sus miedos y sus alegrias. En eso pensaba cuando dije que no la conocí. Me referia a que no sabía de ella nada,y no dejaba de ser una desconocida, para mi y para todos los que la pudieran cuestionar.

Por cierto yo no he dicho que me criara en ese barrio, he dicho que jugaba en él antes del catecismo.

Gracias por escribir en mi blog.

11 de junio de 2008, 14:54  
Anonymous Anónimo ha dicho...

perdonad, una aclaración, "la tercera" hija se llamaba Antonia, Fernanda era la madre. saludos para todos.

12 de junio de 2008, 12:00  

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio