domingo, junio 01, 2008

Los mitayos de Potosí.


Soy uno de tantos en la mita. Cada seis años me manda el cacique, con mis huesos, a masticar el Cerro Rico de Potosí. Uno entero de cada seis, cada seis de por vida.

Soy carne de galería, con la luz de mi tenue vela y este maltrecho cuerpo de indio chico, subo las estrechas grutas con el petate cargado a mi espalda.

Dentro de la tierra; los sudores, los vapores, el aire rancio preñado de bilis vomitadas.
Voy subiendo la cuesta, entre la maraña de las pobres almas, la espalda es un gris patíbulo de calamidades, el calor asfixiante. Y cuando por fin salgo fuera, en la cima, el gélido viento glacial de las alturas, con su fino cuchillo, esperando comerse este sudor y esta salud maltratada.

Los días son infinitos, el tiempo un recuerdo olvidado. Me quedan muchos meses de mita. Tengo que resistir. Ellos me esperan cada noche a los pies de la montaña. Necesito sus sonrisas ingenuas de futuros mitayos. De apiris entre tinieblas o mortiris en los ingenios. Y aun sabiendo que en los ingenios los vapores de mercurio envejecen a los indios fuertes, que salen, al poco tiempo, sin pelos, sin dientes, temblando y moribundos.

Mañana los barcos partirán cargados a Sevilla. Otra tonelada más. Y se olvidarán para siempre de nuestro reseco pellejo. Tendrán lo que quieren, la Plata. Atrás dejarán la escoria, los indios del cerro, esos que mueren bajo el látigo del capataz, por la pulmonía de las alturas, por los tóxicos, o de tristeza.

Allí en Europa, el señor Carlos V, “emperador de Alemania, España y de los Reinos del Perú, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, recibirá este metal por el que mi pueblo muere, y con él sufragará guerras por sillones, anexionará tierras, reinos, moverá fronteras, comprará las vidas de otros mortales, cuales peones de sus crueles juegos de mesa.
Ellos son los señores, los dueños del mundo, los elegidos por Dios para colocar a cada cual en su sitio.

Y nosotros, que fuimos desterrados en nuestra propia tierra, os veremos, cabrones conquistadores, robar el corazón de la montaña, convertir el altiplano en un burdel de opulencias y baratijas, pisando nuestra tierra mientras esta guarde lo que queréis, porque ella de por sí, para ustedes, de poco os vale.

Os haréis ricos, a pesar de nuestros despojos, y fabricaréis fugaces brillos de templos, santuarios y otras adoraciones que os aligeren de culpas y malas conciencias.

Soy un Mitayo. Vivo y muero en Potosí, mientras que el Cerro Rico siga guardando plata. Luego, si resisto, me apagaré criando mitayos y ellos repetirán, una y otra vez, la misma noria. Mientras los Españoles manden, porque después la tierra será un esqueleto carcomido por la codicia, despertada del sueño de una tormenta que lo ha vuelto todo del revés y del derecho. En este Potosí y en los futuros que vendrán.











Continuación:
(Gracias a un colaborador amigo)

Salud mitayo. Es el más grotesco saludo que podemos darnos los que la hemos perdido a causa de la plata y las fronteras. Tienes suerte de que no te conozca porque si hubieses cruzado tus tristes huesos conmigo estarías muerto, sólo hubieras sido un leve trabajo para mi cuchillo. Así que no siento nada especial por ti, salvo la camaradería que nace de la podredumbre.

Vivo a las puertas de una pequeña iglesia en un mísero pueblo andaluz de cuyo nombre no puedo acordarme. Aquí moriré en breve. Con suerte, quizás alguien me atraviese el cuello con un punzón y todo sea más rápido. Dentro de esta iglesia hay plata de la que tú minas en Potosí, pero no sé cual de los dos está mas lejos de ella. Lo único que poseo y está entero es mi chapeo, con la tela que resta de mi camisa y mis calzones no alcanzo a cubrirme, a pesar de que sólo tengo medio cuerpo.

Los barcos que llegan cargados de plata a Sevilla han matado a la mayor parte de mis compañeros y presumo, con esa inteligencia ruin que te proporciona el saber que todo irá a peor, que no tardarán en matar al resto. Tan lejos de sus pueblos como tú, corroídos por una niebla eterna, sudando los huesos en unos pantanos malolientes que aún huelen peor cuando nosotros nos emboscamos en ellos. Afortunadamente los días no son infinitos, porque es difícil sobrevivir a uno siquiera y, si lo consigues, lo más probable es que sea la noche la que se haga infinita, como me ocurrió a mí aquel mediodía sin sol y cubierto de agua.

Donde yo trabajaba no había españoles, aunque el jefe de la empresa era un tal Carlos V, sólo había apodos: cartagenero, manchego, vizcaíno, abrelatas, ... Ningún sentimiento de pertenencia, salvo el miedo y el odio. Miedo a que siguiesen llegando navíos a Sevilla y odio a quienes hacían posible que llegasen. Así que yo mato para que tú seas esclavo; y tú trabajas para que me maten.

Por cierto, creo que no te he dicho mi nombre: soy “el minero”, mutilado de los Tercios de Flandes.

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2 comentarios:

Blogger José Manuel Martínez Limia ha dicho...

Salud mitayo. Es el más grotesco saludo que podemos darnos los que la hemos perdido a causa de la plata y las fronteras. Tienes suerte de que no te conozca porque si hubieses cruzado tus tristes huesos conmigo estarías muerto, sólo hubieras sido un leve trabajo para mi cuchillo. Así que no siento nada especial por ti, salvo la camaradería que nace de la podredumbre.

Vivo a las puertas de una pequeña iglesia en un mísero pueblo andaluz de cuyo nombre no puedo acordarme. Aquí moriré en breve. Con suerte, quizás alguien me atraviese el cuello con un punzón y todo sea más rápido. Dentro de esta iglesia hay plata de la que tú minas en Potosí, pero no sé cual de los dos está mas lejos de ella. Lo único que poseo y está entero es mi chapeo, con la tela que resta de mi camisa y mis calzones no alcanzo a cubrirme, a pesar de que sólo tengo medio cuerpo.

Los barcos que llegan cargados de plata a Sevilla han matado a la mayor parte de mis compañeros y presumo, con esa inteligencia ruin que te proporciona el saber que todo irá a peor, que no tardarán en matar al resto. Tan lejos de sus pueblos como tú, corroídos por una niebla eterna, sudando los huesos en unos pantanos malolientes que aún huelen peor cuando nosotros nos emboscamos en ellos. Afortunadamente los días no son infinitos, porque es difícil sobrevivir a uno siquiera y, si lo consigues, lo más probable es que sea la noche la que se haga infinita, como me ocurrió a mí aquel mediodía sin sol y cubierto de agua.

Donde yo trabajaba no había españoles, aunque el jefe de la empresa era un tal Carlos V, sólo había apodos: cartagenero, manchego, vizcaíno, abrelatas, ... Ningún sentimiento de pertenencia, salvo el miedo y el odio. Miedo a que siguiesen llegando navíos a Sevilla y odio a quienes hacían posible que llegasen. Así que yo mato para que tú seas esclavo; y tú trabajas para que me maten.

Por cierto, creo que no te he dicho mi nombre: soy “el minero”, mutilado de los Tercios de Flandes.

3 de junio de 2008, 23:59  
Blogger Felipe Marín Álvarez ha dicho...

MUY BUENO LIMIA, confiaba que este escrito mío de los Mitayos no pasar desapercibido.
Que alguién me devolviera algo a cambio, como un trueque.

Gracias Minero, tus desdichas son las mias, y salud.


Nota: Recomiendo a todo el que quiera aprovechar lo escrito por Limia, que lo lea dos veces o tres. Se sorprenderá.

4 de junio de 2008, 0:38  

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