jueves, agosto 19, 2010

Entre tú y yo



Cada vez que había una procesión todo el pueblo salía a la calle. Como en ese momento, cuando las primeras lluvias, que los hormigueros bullen y explotan y todo el personal sale fuera junto a sus reinas... Siempre fue así que yo recuerde; niños lustrosos con calcetines de hilo y chalecos de pico; chiquillas con lazos rosas, melenas lavadas, vestidos blancos; prendas reservadas para contadas ocasiones y siempre repetidas en todas ellas.

La plaza del mercado con los veladores hasta la corcha y el quiosco, de ladrillos vistos, allí en un lado, con algunos chiquillos haciendo cola.

También ponían un puesto de pescado; papas fritas al instante que saltaban y burbujeaban en un barreño; croquetas, merluzas, adobos, calamares tomando pacientes el olor y el color del oro frito. Allí nos mandaba por pescaito una mujer única que me dio tanto amor que ni se entiende. Ella, siempre enlutada, que no conocí pisando ninguna fiesta ni procesión, se conformaba con invitarnos a la fritura o algún turrón, si ese año ponían el puesto. Otras veces nos daba para que comprara unos cartuchitos al tío de los camarones: –Camaroneeeee...- pregonaba. Entonces, de niño, disfrutaba calle abajo, calle arriba, o comprando algunas chucherías en el puesto de “Las Gordas”. Luego vino la época dura y tierna de los primeros desamores; también junto al paso, un poco antes de llegar la virgen, me embobé con una niña de Sevilla que sólo volvía los días de fiesta. Y entonces el suelo y el cielo se me juntaban, y las casas de una acera con las de la otra... Pero, perdida para siempre la inocencia trémula de aquellos años, a uno sólo le queda ya seguir pisando este camino simple de la vida adulta, y considerar afortunados aquellos que sienten. Y vuelvo a recordar aquellas viejas de mi viejo barrio que al oír la banda, aunque cojeando y con la ropa de casa, se asomaban a la esquina y metían escondidas las cabezas por algún hueco para ver los mismos santos y las mismas santas; que son en sí como puertas que dan al tiempo; breves pasos –así se llaman- abiertos mientras la virgen dobla la esquina; la magia de lo perdido; hombres, mujeres y niños que se pudrieron.

Yo, impío de mí, a estas alturas y con mis respetos, prefiero aquel gusto de un buen genio que nació en Moguer que cuando el pueblo salía en jolgorio le gustaba oírlo desde bien lejos; desde caminos solitarios o sendas quietas; acompañado, si pudiera ser también, de un rucio nervioso y asustadizo que requiriera de mis caricias y mis susurros; pues no hay animal más bello, ni patas que puedan con corazón tan grande.

–Qué no te asusten, Platero, esos cohetes y esos tambores. Tranquilo, tranquilo, no tengas miedo...

Y mientras tanto me asaltarán dudas de si esa unión bella de todo un pueblo se pudiera repetir en otras causas, en otras cosas: cuando un vecino se quedara en paro, o cuando nuestra madre Tierra lo requiriese; para todos juntos limpiar el río, o denunciar abusos contra lo débil, o alzar las voces por nuestros árboles, o decir: basta ya, no más ladrillos.

Y todo esto, Platero, entre tú y yo. No quisiera, amigo, que me tomaran por aguafiestas.


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viernes, agosto 13, 2010

No se gana Roma en un día



Llegué a La Barda y oí pronunciar mi nombre; alguien me llamaba. Me metí las manos en los bolsillos y me lancé a la aventura. Caminé hacia uno de los poyetes y bajo un naranjo sombrío se encontraba ella; allí junto a sus amigas, apretada por unas dulces mallas color burdeos, envuelta en Agua Prima; tras sus ojos verdes azules estaba la niña que me robaba el sosiego. La miraba y no podía hablar, no sabía, quizá no fuera necesario pronunciar ni una sola palabra, lo único que quería era estar con ella, estar junto a ella, tenerla muy cerca, agarrarla y pegarme a ella como si fuera su ropa.

Estuvimos perdiendo el tiempo, comentando cosas, hasta que nos reunimos todos: los presentes y los ausentes. Después de llegar el último nos fuimos por ahí a dar un paseo. Bueno, no nos fuimos por ahí sino que nos fuimos allí; al lugar donde siempre soñé algún día entrar: el camino del cementerio. En la intimidad de aquella penumbra mi corazón saltaba, se agitaba, pues estábamos donde todas las parejas se daban el lote. Aquella noche había una docena poniendo en práctica aquello tan antiguo y reciente; el motor de todos los seres vivos: el sexo. Experimentos de lenguas, manos, roces, tensiones y respiraciones. Olores, pieles, sudores y salivas; el lenguaje silencioso de los labios incansables.

Era la mía. Por fin era la mía. La acerqué entera hacía mí, la apreté, la agarré con fuerza, pero ella ni siquiera se atrevía a mirarme. Sabía que si me miraba me la tragaría. Como si mis ojos fueran la trampa de mi boca. Ella se doblaba ligeramente hacía atrás para no caer dentro mientras el resto del grupo estaba a lo suyo y, aunque apenas se veía nada, sabía que todos ellos estaban intercambiando lenguas.


-Parece que mi chica necesita más tiempo –pensaba, resignando al sufrimiento dulce de un tremendo calentón y a un ligero dolor en los brazos de tanto arrimármela.

-No se gana Roma en un día –me consolé.

Pocas luces en el camino del cementerio, perfecto; noche de verano entre olivos, grillos y estrechas mariposas nocturnas.

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martes, agosto 10, 2010

¿Fiebre?


10 de agosto de 2.010.
00:06 Horas. Hace un rato.

Foto realizada desde el móvil, mientras "paseaba" a los perritos de mi mujer y de mis hijos.

Me pregunto: ¿Tendrá el planeta fiebre?




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domingo, agosto 08, 2010

De batallitas y de cortaúñas de farmacia


La verdad por delante: Si quieres huevos de dos yemas pues te compras dos.


Hoy, mientras me cortaba las uñas de los pies, al llegar al dedo gordo, se me rompió el cortaúñas; se partió, -clack-, a tomar por culo, un cortaúñas nuevo; esto no me había pasado a mí en la vida. Me quedé con los dos trozos metálicos en la mano, contrariado y pensativo; una de dos; o tengo las uñas de los dedos gordos asquerosamente duras o me engañaron en la farmacia y me vendieron una auténtica mierda de cortaúñas. Digo en la farmacia porque no crean que lo compré en un chino, que va, lo compré en una farmacia y mis cinco euros que me costó. Sea como sea no tengo otro remedio que sentirme dolido y culpable. Y sé que no es algo de importancia, pero es tristísimo que uno se ponga a cortarse tranquilamente las uñas y se le quede un pié por empezar y el otro en la mitad de la uña más gorda. Y repito; sabiendo que la culpa es mía; o porque mis uñas están haciendose ya, con los años, unos mejillones de cuidado o porque debí comprar el cortaúñas en una ferretería. Y, por cierto, haber guardado el recibo de la farmacia para ir ahora a reclamarles. Soy por las dos vías el culpable, eso está claro.

Os cuento todo esto porque ahora que se termina el día no tengo nada que contarles, y no es sólo algo del día de hoy; en este mes de agosto no tengo ni gota de imaginación; la inspiración se ha largado, las musas estarán en la playa. ¿Volverán? No sé; por todo ello ahora no tengo claro si no volveré a escribir en todo el mes de agosto o si en cambio apareceré por aquí de vez en cuando a contarles batallitas.

Siento perder la reputación que pudiera quedarme tan de golpe, pero si hay que quemar las naves se queman, y si tengo que morir matando pues mato. (Lo de mato lo digo por mi reputación. Que no se preocupen aquellos farmacéuticos que vendan cortaúñas; un servidor nunca fue violento)

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lunes, agosto 02, 2010

La vergüenza nacional


No deben preocuparse del todo los amantes del capote y de la espada pues la prohibición de las corridas de toros es, por ahora, sólo para los toros; pueden intentar organizar “festejos” con otros animales: los perros, los gatos, las cabras; hay más mamíferos a los que pueden intentar hacerles esas cosas que ellos llaman “suertes”, cuando más bien pudieran llamarse “malas suertes”.

Sarcasmo aparte es evidente que las costumbres, con el tiempo, pasan de padres a hijos y terminan siendo normalidad: a un toro se le pueden hacer “cosas” que a otros animales nos parecerían claramente una carnicería insoportable y sin sentido. ¿Por qué? Por ser costumbre. Pero las costumbres, a veces, son un despropósito que van en contra de toda racionalidad y sobre todo en contra del mismo Hombre como especie capaz de distinguir la justicia; lo bueno de lo malo.

Por costumbre, no hace mucho, se decía que la mujer que entraba en un bar era poco menos que una buscona. Esas mismas costumbres nos hacían ver como algo normal que un individuo moliera a palos a un asno si éste no podía con su carga, o que una bofetada dada a la esposa era una muestra de hombría, de tío macho. Esas y otras malditas costumbres nos han venido atenazando convirtiéndonos en seres ruines con el corazón de piedra. Sujetos, generalmente masculinos, que creían ser el centro de la misma creación, cuando en realidad somos uno más; siempre hemos sido uno más, y no los dueños de todo lo que respira bajo nuestro desprecio.

¿Quién nos creemos nosotros y con qué derecho si, nunca mejor dicho, sólo somos el último mono, además del mono más cabrón?

Está claro que sólo los justos entienden que todo ser vivo tiene derecho a no sufrir. Pero ese derecho es un derecho universal que va más allá del discurso de que un león cuando mata no piensa en el sufrimiento de su presa. Es verdad. Pero esa es nuestra gran diferencia y además la que nos hace más culpables; sabemos cuando producimos dolor, somos consciente de cuando un ser vivo sufre, por tanto si la raza humana tiene que matar para alimentarse, debe entender que hay que hacerlo con respeto, como aquellos indios de Norteamérica que cazaban sólo los bisontes que necesitaban, y que además los veneraban. Y he dicho matar para comer porque en la naturaleza matar por diversión es un termino inexistente, es simple y llanamente un acto aberrante e inútil que va claramente contra las propias leyes naturales. Será por eso que echo bastante de menos en este discurso a los ecologistas; ellos dicen que quieren proteger a la naturaleza pero no veo que pongan énfasi en proteger a los animales de la crueldad de los hombres. Bueno del resto de animales quizás sí, ¿del toro?; de ese no suelen acordarse.

Quizá estas letras que ahora escribo estén azuzadas por el amable comentario que hace días recibí de un amigo lector. Digo azuzadas, porque para mí lo que ha pasado tiene un significado relativo; que desaparezcan las corridas de toros es sólo cuestión de tiempo, y no mucho. En una sociedad moderna la diversión se busca en otros sitios, no en la sangre ni en la muerte. En España (menos en Canarias y dentro de poco en Cataluña) esto viene durando, para nuestra vergüenza, demasiado tiempo; fíjense, desde que en Itálica luchaban los gladiadores. Lo que ha pasado ahora en Cataluña tiene un significado, sobre todo y más que todo, democrático; una iniciativa popular que llega al parlamento, donde los representantes de los ciudadanos debaten, exponen, votan y deciden. Ha sido un acto pulcramente democrático, es el pueblo catalán el que ha decido. Cierto que un referéndum es más fiable, pero entiendo que el resultado es significativo; la mayoría de los ciudadanos catalanes pasan directamente de las corridas de toros. A la prueba está que no se han incrementado las ventas de entradas para los festejos taurinos catalanes actuales, ni se va a incrementar tampoco para los que se realicen desde ahora hasta que la prohibición sea efectiva.

Señores, señoras, la utilización de animales en espectáculos crueles no se pude justificar, sencillamente porque los animales tienen derecho a una vida y a una muerte digna; sin dolor gratuito. Esta afirmación denota que la raza humana ciertamente es humana; una especie superior, porque siente COMPASIÓN.

Por cierto, como sabrá todo el respetable, soy español y más concretamente andaluz. Lo digo por los que confunden toros con geografía.



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