lunes, abril 28, 2008

La enfermedad del olvido.




"Existe una leyenda sobre el Río Limia a la que varios autores tardíos, sobre todo Apiano (s. II d.C.) y Orosio (s. V d.C.), dieron el tratamiento más amplio: En una expedición al mando del pretor Decimo Junio Bruto, hacia el último tercio del siglo II a. de C., llegaron las legiones al borde del Rio Limia (también llamado Lethes para los griegos, o Río del Olvido, o Rio do Esquecemento en gallego) y quedaron allí paralizadas ante el temor de que se cumpliera la leyenda: quien se metía en sus aguas perdía la memoria y ya nunca reconocería nada de lo querido en este mundo. Tuvo que ser el pretor mismo, tras arrebatar el estandarte al aquilifer, el que cruzara a la otra orilla ante el espanto de sus legionarios y, una vez allí, los fuese llamando uno a uno por su nombre, y por su genealogía a los centuriones, para covencerles del paso y de que la misión de Roma estaba por encima de viejas y oscuras leyendas."

Pero pocos se dieron cuenta que el pretor llevaba escrito, bajo la visera del casco, todo cuanto pronunció.

Temiendo que fuera verdad la leyenda, no quiso tentarla. Así que cada nombre que pronunció, cada padre y abuelo de romano que nombró, lo tenía escrito en la visera interior del casco. No recordó más bien leyó.
Porque Roma no podía ser vencida por nadie, ni mucho menos por la leyenda del río Olvido.

Cuando hubieron pasado a la otra orilla se dieron cuenta que pocos recordaban sus nombres. Pero no sufrieron, en vez de eso aligeraron conciencias. Se despojaron de todos los remordimientos.

Y al igual que luego hicieran, siglos más tarde, los habitantes de Macondo, tuvieron que ponerse notas en el pecho para poder nombrarse los unos a los otros. Y a la espada le pusieron espada y al casco, casco, y a las alforjas su nombre. Toda la legión parecía un bando de gallináceas de colores, cada uno con sus mil y una plumas de nombres latinos.

De esta guisa llegaron al pueblo, pero también olvidaron para que habían ido. Así que se fueron desparramando por la tierra donde aprendieron nuevos oficios, fundaron nuevos amores y difundieron la semilla de una Roma olvidada.

Y la muerte que portaban los legionarios en sus espadas también se olvidó, se la llevó el río. Ese río que solo está en Galicia y que debiera recorrer el mundo entero; En Iraq, en Palestina, en Tibet, en Somalia, en Afganistán, en Guantánamo, en Euskadi, en Colombia... dónde malvivan los oprimidos, para acallar de una vez las sucias espadas, aunque sea con la enfermedad del olvido.


"Otra versión de esta segunda parte de la historia, aunque ésta no transmitida por ningún texto y, por tanto, menos creíble para nuestras mentes científicas del siglo XXI, cuenta que a la alegría de olvidar el hierro y los fundíbulos, el derecho y la tortura, siguió la desesperación de haber olvidado el amor y la primavera junto a tus amigos de la infancia.

Es más, las legiones de Bruto olvidaron que llevaban ya siglos civilizando con el fuego al mismo tiempo que olvidaron construir un puente sobre el Limia. Así que durante el resto de la Historia todas las gentes que cruzaron este río fueron, al cabo, nadie. Y los peregrinos se convirtieron en ateos, y los comerciantes en libertinos, e incluso se cuenta que la niebla perenne de aquellos campos sólo es el reflejo extendido de las mentes de sus cientos de habitantes desperdigados, incapaces de encontrarse y reconocerse como un pueblo.

Porque “todo no se puede explicar en este vida”, no se entiende cómo junto al silencio de las sucias espadas, aquellos legionarios, hermanos de piratas Somalíes, olvidaron también el vuelo del águila y el olor de los pechos de sus madres.

Así que hasta muchísimo tiempo después (no se sabe cuánto, porque también se perdieron los calendarios y los cómputos), no llegó allí un artífice que levantó, por fin, un puente antes de mojarse en las aguas. Se dice que no por su sabiduría o por el conocimiento de la leyenda, sino por la crecida del río tras una temporada de tormentas. Y sólo entonces se le pudo poner nombre a un pequeño poblado: Macondo; y el mismo arquitecto llamó García Márquez a un joven que deambulaba recogiendo setas del subsuelo, aunque sin saber para qué, y al que le seguía tapando los agujeros le llamó Herodoto."



Con el permiso y agradecimiento a J.M.M. Limia iniciador de esta historia y magistral artífice de la segunda versión.

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domingo, abril 27, 2008

Ni la primera ni la última.




Murió también ella. Aquí no queda nadie.

Se fue, en lo material, con lo que vino.

Vivió intensamente. Sobrada de la mayoría de las cosas. Era simple y a la vez compleja, retorcida e imprevisible.

Yo no la conocí, como se suele decir solo de vista, esa vista distorsionada que nos da el velo del que no se fía. Ese velo que nos envuelve y a veces se llama racismo, otras machismo y la mayoría ignorancia.

Decidió su propio destino, eso es lo que parece, nadie puede por ello juzgarla.

Quizás pudo sacarle más zumo a la vida, haber disfrutado de un hijo, de una vejez, de una existencia sosegada. Pero esa no era su vida, la suya estaba hecha de intensidades, de fogonazos de lucidez y eternidades de sombras. Fue sólo su vida, no la mía, y se fue como vino, que nadie la juzgue, ya que nadie comprende y muy pocos la conocieron.

Murió también ella. Y tampoco en esto fue la primera. Ni la última. Fue la Tercera.


A. Buendia.






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sábado, abril 26, 2008

Cienpiés



El derribo se está realizando con toda normalidad, después de la pesada espera, del proyecto, presupuestos y permisos, por fin estamos tirando la vieja casa de los abuelos. Inevitable es pensar en los lejanos recuerdos de mi niñez; el olor a cañas y a cal de la longeva vivienda, el patio con su parra frondosa, el suelo brillante de adoquines oscuros casi negros. El viejo brocal, justo en el centro, donde tantas veces él me acercó para observar el abismo oscuro.

La excavadora empuja vigas, quicios y dinteles, como un castillo de cartas, todo va al suelo envuelto en un fino polvo.

El pozo llevaba muchos años sin ser abierto, los abuelos murieron, la casa quedó vacía y la oquedad se cerró con una losa pesada de hormigón.

Ahora tengo que tomar la decisión, cegarlo es fácil, solo darle la orden al operario de la maquina, pero si lo lleno de escombros, ¿no estaré enterrando parte de la memoria de los abuelos?.

-¿Qué hacemos con el pozo? – Me dice desde la pala Limia gritando. El gritar, forma parte de la jerga normal entre los albañiles. Ya sea en el tajo o en el Calvillo. Ellos se suelen entender con los demás a voces.
Dudo un momento, pero luego lo tengo claro, antes de decidir nada lo primero será mirar dentro, volver a repetir lo que ya hiciera décadas atrás, cuando era un niño. No me perdonaría cegar el pozo sin haber echado la última mirada.

Hemos enganchado la argolla de la losa de hormigón al cazo de la pala y ésta, sin ningún esfuerzo, ha tirado hacia arriba.
Al momento ha salido del brocal un fuerte olor a hongos tiernos. Me he acercado al borde y hemos mirado dentro, yo con curiosidad, Limia mira apático, pensado: -¿Que carajo querrá éste ver ahí dentro?.

Todo está tan oscuro que hasta que no he acostumbrado los ojos a la penumbra no he podido ver detalles del interior; las paredes con sus bolos de granito, un trozo de cuerda enredada a un hierro oscuro, poco más. Tiene agua, parece limpia, aunque sobre su lienzo flotan varios objetos que desde la distancia no sabría definir. Creo que pueden ser o juguetes viejos, de los que se me caían siendo niño o botellas semihundidas. Pero hay algo que me llama poderosamente la atención, algo dorado, brillante, resalta en el fondo, no sé que puede ser, pero podría resultar ser un objeto valioso.

-Limia, ¿Cómo se podría entrar en el pozo?.
Limia se quita el casco y empieza a rascarse la cabeza, en su cara tiene el gesto de lo que piensa – Y ahora este chupabolis quiere complicarme la vida.
- Imagino que primero habría que vaciar el agua y luego con una escalera grande. Me dice sin mirarme, ambos con los ojos en el oscuro agujero.
Yo he caído en la cuenta que una de las cosas que saque de la casa antes de comenzar a tirarla era una gran escalera verde de verdeo, esas que mi abuelo llamaba de dieciocho pasos.
-Limia, ¿Tu tienes una bomba?.
-Si la tuviera ya estaría todo esto como un Cristo.- Me contesta con sarcasmo.
-¡Venga hombre, ya sabes de qué hablo!. Me parece que una de esas sumergibles sería suficiente.
Limia se resigna a soportarme, así que coge su teléfono móvil y llama a su jefe. -¿Castillo que ahí?. ¿La bomba sumergible está en la nave?.(....) ¡Coño la que se compró para abrir la zanja del Portugués?.... Si hombre esa de color amarillo.(....) Vale, Romero....(...) ¿En su casa?.... Será el tío cabrón... (.....) Se lo tengo dicho que chisme que coja, que lo deje luego en su sitio...( ....). Vale. Vale. Me acerco a su casa, seguro que esta allí su mujer.- Limia ya tiene la bomba localizada y yo, para no causarle más problemas, le digo que siga con el derribo, que yo mismo voy por la bomba.

No cojo ni el coche, Romero tiene su casa en el Barrihondillo, eso está a escasos cien metros. Llamo a su puerta, sale su mujer, le sonrío con familiaridad, es prima segunda mía por parte de mi padre, le pido la bomba y le doy recuerdos para su marido, que es familia de mi mujer por parte de mi suegra. Luego, con la bomba metida en un saco, subo la calle pensando en lo que pudiera ser el objeto dorado y brillante hundido bajo el agua. Será cualquier baratija, ni mucho menos oro, ¡oro!, ¿Seré iluso?. Bueno lo que sea hay que verlo.

Regreso a la obra, parece que Limia ha dispuesto una alargadera desde el cuadro eléctrico, además tiene una larga soga que me ofrece para amarrar la bomba. Limia ata la cuerda al aparato y empieza a deslizarla hasta lo más oscuro. Al momento amarra el extremo de la soga a los hierros del arco que sujeta la carrucha y enchufa la corriente. Un chorro salobre y escandaloso corre por la cuesta camino de calles más bajas. Limia reanuda su faena, no queda mucho por derribar.

El nivel del agua comienza a bajar, ha pasado una media hora cuando la bomba parece haber acabado con todo el líquido.

Desconecto la bomba, me asomo al brocal y ahora todo está más oscuro que antes. Solo se ven algunos charcos, el pozo está vacío, pero no seco. Además veo caer muchas gotas por los costados. Puedo bajar, pero me tengo que dar prisa si no quiero que se llene de nuevo.

Ahora, sin agua, podemos ver que la profundidad es mucho mayor a la que esperábamos, la escalera es corta.
Se nos ocurre una forma de bajar. Limia me explica que si a la soga se le hace un lazo en la punta y se mete ahí el pie me puede bajar al fondo,, que lo ha hecho otras veces. Yo al principio lo dudo, pero luego me digo que nunca hice locuras y que por una vez no pasará nada. Yo mismo me convenzo y le digo a Limia que prepare la cuerda.

- Bueno manos a la obra, seguro que hace una eternidad que nadie entra en este pozo.

Me agarro al borde y, con la cuerda pasando por la carrucha y el pie pasando por el lazo, voy bajando poco a poco. La soga la va frenando Limia desde arriba. Para ello se ha puesto unos guantes.

Comienzo a bajar, noto frío al principio, pero luego respiro un aire cálido, el olor sigue siendo a hongos, un olor muy húmedo. Las paredes cubiertas por pequeñas raicillas. Llego al fondo, pero no veo nada, me esfuerzo por agudizar la vista y comienzo a reconocer las botellas que antes flotaban y ahora descansan en el lecho arenoso. Tienen una forma rara, alargada, del tipo de botellas antiguas que se dejaron hace mucho tiempo de fabricar. Son bellas, así que le pido a Limia que me baje un cubo atado a una cuerda.

-¿Qué hay?-. Interroga, a la vez curioso e impaciente, con su gran bozarrón desde allá arriba. Yo no le presto atención, estoy intentando encontrar eso que hará una hora me llamó tanto la atención. De momento solo veo botellas algunas, con vino, están aun sin abrir. Quien sabe cuantas veces alguien, intentado mantenerlas frías, acabó perdiéndolas en la garganta del pozo. Voy metiendo todos los vidrios en el cubo, varias con su vino tinto añejo.
-¡Sube!. !Tira de la cuerda.!-. Le grito a Limia.
Mientras el cubo asciende me aparto a un lado por si se pudiera caer algo. Entonces lo veo, en una piedra de un costado, sobresaliendo entre los charcos. Me acerco para corroborar si es lo mismo que antes vi desde arriba. Sí, es ese el motivo que hizo comenzara esta aventura. Y mientras me voy acercando me voy convenciendo. ¡Si, eso era!. Un ciempiés dorado, amarillo brillante con franjas oscuras. No sé si se trata de un ser vivo o de un objeto metálico, es tan brillante y perfecto que descarto la posibilidad de que sea un simple miriápodo, además no conozco ciempiés acuáticos. ¿Será un broche?, ¿será una joya?. Lo toco despacio, con la punta de un dedo. Pero... ¡Qué espanto!. ¡Es un bicho que se mueve, parece mirarme!. Y en una décima de segundo me lanza un vigoroso ataque contra mi mano. La alcanza, me ha picado, tengo dos pequeños cortes en el dedo índice que me escuecen. El repugnante animal se escurre en un charco y lo pierdo de vista, aunque puede estar por cualquier parte.
Noto mi dedo caliente, sin duda su picadura es venenosa, comienzo a marearme, mi corazón late deprisa, mis reflejos disminuyen, caigo, me apoyo en la pared, estoy desorientado. Miro hacia arriba y comienzo a gritar:
-¡Limia, Limia, subeme. Limia, Limia!

-¡He, Arcadio. ¿Té pasa algo?, ¿Te subo?.- Le dije y comencé a tirar de la cuerda, que parecía ligera, como si Arcadio pesara poco. Esa fue mi primera impresión. Como si no fuera Arcadio quien viniera al otro lado del cordel. Pero efectivamente, al poco, pude ver la cabeza y las manos de Arcadio. Lo encontré pálido, extrañamente más delgado, más huesudo que cuando bajó.
-¿Arcadio que ha pasado, que té pasa?- Le pregunté.
-Me picó un ciempiés, me he puesto muy malo, pero creo que ya me encuentro mejor. Me estoy reponiendo.-. Me enseñó un dedo con dos marcas negras.
–¡Joder!, ¿un ciempiés?. Ahora mismo vamos al consultorio. El dedo lo tienes bien pero la cara que traes da miedo verla.
-No, de veras me encuentro mejor. Un poco de agua y verás como me recupero.- En eso estaba, dándole un poco de agua, cuando desde el fondo del pozo subió una voz nítida y clara que me sobrecogió el espinazo.
Alguien desde dentro del pozo me llamaba;
-¡Límia, Limia, súbeme, Limia, Limia!. –Me quedé petrificado, yo miraba a Arcadio, esperando que fuera una espejismo, esperando que ese hombre que acaba de sacar del pozo se esfumara, desapareciera, para que entonces fueran explicables las voces que salían del agujero. Me acerqué con el corazón axfisiándome, y dentro había otro Arcadio. Es decir el pozo albergaba otro ser humano idéntico al que acababa de sacar. Sus ojos me miraban desde el fondo con angustia, necesitaba que lo sacara, pero yo estaba paralizado. ¿Cómo podía subir a otro ser que era igual al que tenía a mi lado?. En ese momento busqué la ayuda de Arcadio, éste no se reponía, estaba mareado, tembloroso e incoloro. Mientras el otro Arcadio, el del pozo, seguía gritándome desesperadamente.

No sé que pudo pasarme, la angustia me invadió, me dominó, se hizo dueña de mis actos. Eso no me podía estar pasando, los humanos no estamos preparados para una situación como esa. Un hombre acaba de mutar casi en mis narices. Un clon me pide ayuda desde el interior de un pozo. Los gritos se hacen cada vez más insistentes. Demandan mi pronta respuesta pero el miedo me tiene abrasado, para mí es imposible enfrentarme a la visión del doble de Arcadio.
En ese momento un pensamiento macabro pasó fugazmente entre las neuronas de mi cabeza: Si cojo la pala y empujo el montón de escombros la pesadilla no habrá ocurrido, solo quedará un Arcadio, el de fuera, sin su copia. Volveré a la ansiada normalidad que todo lo explica.


En la cárcel la vida discurre entra las paredes de un tiempo marchito. La monotonía mastica el alma de los presos, que perdemos la noción de los minutos, de las tardes y las mañanas.
No maté a ese hombre, solo desapareció.
Sí, yo fui quien cegó el pozo, pero cuando lo hice había un Arcadio fuera.

Vale, sé que la Guardia Civil encontró su cuerpo enterrado, pero cuando yo tapé el pozo también había un Arcadio fuera. Todo no se puede explicar en esta vida. ¡No soy un asesino!. ¡Algo le picó a Arcadio!. Los cambios vinieron luego. Había dos Arcadios.

-Está bien Limia, si quieres que yo, tu abogado, pueda hacer algo por ti, debes cambiar esa absurda historia, debes contar otra cosa; una caída, un accidente, un descuido, lo que se te ocurra menos esos cuentos de loquería. Olvida aquello que te dije de la importancia de la Verdad. ¡Olvida la Verdad!. Y escucha, que esta sea tu historia: En un descuido Aracadio cayó al pozo, tu no lo viste desde la excavadora, todo paso deprisa...



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domingo, abril 20, 2008

Momento canalla



Morena, lánguida y estirada su figura, dibujada por el sol, acariciaba la arena. En nuestras piernas salpicaba la espuma del mar más nervioso que jamás vi.
Su pelo se confundía con mis dedos y, al acariciarle la cintura, no pude resistir más su semblante de cobre y me senté de su mano a la orilla del amor. Le miré a los ojos. No dijimos nada. Le di un beso. Me pegó una ostia y una patada en los cojones que me ha mandado a este maldito hospital desde donde ahora escribo. ¡Será canalla!

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viernes, abril 18, 2008

Arrastrando de por vida


Al nacer nos encontramos con ellas, son redondas, tiernas, suaves, cálidas. En mi infancia yo las tuve. Me refiero a los envases de nuestro primer alimento. A los senos que nos brindan nuestras madres y de los que mamamos pues mamíferos somos.

Pero este hábito alimenticio dura poco, crecemos, nos empiezan a dar fruta y, aunque fue maravilloso, el recuerdo se borra o no se graba en nuestra mente. Crece nuestra sapiencia, con algunas excepciones. Se incrementan nuestras destrezas, pero de la memoria del tacto de las tetas de nuestra madre no nos queda absolutamente nada.

Pero... ¿desaparecen todos los registros de esta experiencia?, ¿O se quedan escondidos en forma de latente añoranza?
¿Arrastramos de por vida nuestro inquebrantable amor por la teta?

Este romance no se lleva de igual modo en los dos géneros. Si eres fémina tu cuerpo alberga sus propias ubres, no si eres hombre, por tanto los hombres tenemos más motivos para echarlas de menos.

¿Será por esto que los varones, en general, rabiamos por conseguir tocarlas?, ¿Son en el fondo el más primogénito de los amores?

Sea como sea el mundo sin tetas no sería el mismo.

A. Buendía.

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martes, abril 15, 2008

Dignidad sobre el redondel.


Vengo de tu materia, estoy hecho de lo mismo. Me corta el frío en las mañanas de invierno, sesteo al sol del mismo julio; soy como tú; de carne, huesos y sentimientos.

Sé lo que es el amor, la alegría, todos esos placeres que tu no has inventado; el sabor del agua fresca, el olor del tomillo, el aroma nocturno del embriagador mastranto.

Pero no sé para que te digo esto, tu no sientes los sentimientos, sólo piensas en el divertimento, en la estética de mi muerte, en el espectáculo de la sangría de esta mal llamada fiesta.
!Qué poco te importa que mi carne se rompa ante tu agria sonrisa!

Salí de la oscuridad tras un pinchazo agudo, allí donde me esperaba el gran círculo amarillo; gorros, puros, sol y sombras, cegado por la luz caliente. Busqué encinas, regajos, un acebuche, alcornoques, y sólo encontré un baldío redondo, amarillo y polvoriento, voces, murmullos, toses, cientos de ojos; las miradas de los verdugos sobre mi negra figura. Busqué una salida, pero no había puertas, sólo tablas rojas. Ya nada era como antes. Ni se le parecía.

Entonces saliste tú y, entre brillos y oles, me tendiste un trapo rosa. Te busqué para defenderme, eras el culpable de cuanto me faltaba. Pero no podía alcanzarte; tú, ligero e inteligente, esquivabas cada envite y te esfumabas en una nebulosa rosa de tela y polvo. Mi sudor emanaba por mis poros para caer seco sobre la tierra.

Lo que parecía un caballo era un muro andante. Fije los ojos en él y apreté los dientes. Corrí con todas mis fuerzas hacia su peto y, al chocar, una pulla metálica se hendió en mi espalda con un bocado ronco de dolor y sangre.

Después, de nuevo, quise alcanzarte, casi te atrapo, y te paraste en seco frente al caballo. Encima seguía el señor gordo del palo al ristre. Le eché casta y me tiré a derribarlo pero otra vez, al llegar al peto, la piel se me abrió como una flor de espinos y la cuchilla, castigadora, hurgó en mi herida abierta produciendo dolor sobre el dolor, para convertirme en un triste y rojo surtidor de sangre. Desde entonces anduve como sonámbulo, abandonado a la zozobra de mi agónica muerte.

Y seguías ahí, buscando pelea, pero tu sin heridas cada vez que me esquivabas, con cada lance de tu trapo, mirabas a las gradas y recibías aplausos crecido de felicidad. El público gritaba, jaleaba, ajenos a mi tormento. La música de fondo y la plaza entregada.

De pronto te quedaste solo, y esta vez sin trapo rojo; sólo tenías dos palos de colores en las manos, entonces pensé que ya no te escaparías, que si te alcanzaba me llevarías, obligadamente, a mi dehesa, así que apreté el paso y fui a por ti. Pero saltaste ligero en el aire, los palos cada uno en una mano, y al caer, con sus dos pinchos entraron en mi carne dos aguijones que picaban una y otra vez al moverse. Brinqué, gemí, hice todo lo posible por zafarme de sus garras, pero todo era inútil, aquello era la picadura de la muerte, estaban debajo de mi piel, buscaban la saña y el escarnio. Mientras, las míseras almas te aplaudía y tu, risueño, repetías la tortura. Al aire mi piel violada, mis músculos acribillados, todo mi cuerpo moribundo y maltratado.

Cuando te cansaste de humillarme y fuiste por una larga espada creí que, por fin, todo acababa. Si la clavabas en mi corazón se terminaría el sufrimiento. Antes tuviste la poca vergüenza de vacilar tocándome los cuernos mirando al público para ignorarme. Por mí puedes quedarte con tu valentía. ¿Crees acaso que me importa? Yo sólo quiero que cese el martirio, que me llegue la muerte.

Mi deseo era el del moribundo que sufre, mi sosiego era el final, así que me cuadré frente a tu espada, agache la cabeza para exponerte todo mi lomo abierto al fin rápido de mi historia, y la espada pinchó sobre hueso.

-¡Qué lástima!- Dijiste. –¡Se jodió la faena!.

El dolor alargado por tu mala puntería, pero, al momento, de nuevo lo mismo, me cuadré delante de tu espada, me ladeé un poco a un costado, para enmendar la trayectoria del acero, y empuje al frente buscando el cese de mis torturas. Esta vez sí, por fin la espada entró hasta el fondo y un fuego mudo y lastimero partió mis arterias, mis órganos, abrasando todo a su paso, dejando más y más dolor y sufrimiento. El corazón intacto, ni lo rozó. Aún pudo albergar un sentimiento hondo de soledad y tristeza, guardando en sus débiles pálpitos los recuerdos de mi madre, de mis hermanos, de los amores, de la manada, de las flores, de la hierba, de la cebada, de la lluvia y el arroyuelo.

La sangre lo llenó todo; mi esófago, mi estómago perforado, mis pulmones, era un Toro relleno de despojos, lástimas y sangre. Por la boca intenté aliviar, entre vómitos, esta cruel muerte que me asfixiaba. La sangre empezó a salir dejando sitió a un suspiro, y con ese breve aliento me quedé consciente. Sentí que alguien, en la nuca, me cortaba de un golpe la espina dorsal, me dejó inanimado y dejé de sentirme.

Me ataron unas cuerdas, me arrastraron por el suelo para pasearme por el redondel, y con la poca vida que me quedaba, con el último hálito y la mirada rota, vi sus caras y pensé: -¿Para que tanto dolor? ¿Creéis acaso que mi dignidad os pertenece?




Nota: La foto del toro maltratado no es mía.

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lunes, abril 14, 2008

Del color y el sabor de la primavera.






























NO COMENT.

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domingo, abril 06, 2008

Y llegó la primavera.




Y llegó la primavera, este portentoso invento que nos regala aromas, luces, sonidos, sabores de vida.

La primavera es el trigo meciéndose, la abeja zumbando, los pólenes volando, los alérgicos moqueando, los rosales presumiendo, el jaramago amarilleando, las garrapatas acechando.

La primavera explota de puertas afuera. Lo mejor para disfrutarla es salir, donde las piedras son libres y respirar hasta la borrachera.
Llevarse consigo un amigo y charlar durante horas sin respeto al tiempo.
Perderse con la hembra que te roba los sosiegos, pues fácil será brindarle una flor, compararla con sus ojos, decirle cual bello es el mundo con la primavera y su sonrisa. Y tras su conquista, justo antes que se acuesten los vencejos, entregados a los cuerpos, como locos abandonados, tras una mata de romero, saborear los placeres de los sentidos y de la carne. Eso es primavera.

Pero que no me vengan con milongas. Que no nos engañen los publicistas de academia, eso de “ya es primavera en el Corte Ingles” es falacia de pregonero. La primavera está muy lejos de la cuarta planta. La primavera está donde no hay nada que comprar ni que vender. Ni maniquíes manoseadas vacías de almas.

La primavera es de sol y tierra, el asfalto sabe a otra cosa. La ciudad siempre hiede a prisa. Son sólo sus azahares paliativos de nostalgias. En la ciudad la primavera pasa de puntillas. Allí donde la lluvia siempre molesta, donde los insectos no tienen ni visado ni pasaporte y la hierba o se llama césped o se fuma.
Que me perdone la ciudad, ella sabe que no la quiero.

Por fin es primavera, que se abstengan, por favor, los que se quejan por vicio. Que se callen. Que no digan ni -¡Ay que calor!, Ni ¡ojú que frío!.
Es tiempo de: -Por fin es primavera, ¿te vienes al monte?.




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