martes, agosto 30, 2011

Se acabaron las vacas





-¡Se acabaron las vacaciones!
-Sí, pero que nos quiten lo bailao. – dijo un cojo de alta autoestima-.
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-¡Se acabaron las vacaciones!
-Sí, pero las navidades están a la vuelta de la esquina.
-¡Chico! ¡Qué te gusta una fiestuqui!
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-¡Se acabaron las vacaciones!
-Pa quien las tuvo.
- Jo, Chico. Tú, como siempre, dando la puntillita.
-Yo daré la puntillita pero seguro que tú no estuviste un mes, en un piso, con tu suegra y tus dos cuñaos.
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-¡Se acabaron las vacaciones!
-¡Por fin!
-¿Qué? ¿Qué no te dejaron descansar los niños?
-No, es porque ahora, cuando conteste los e-mails desde mi blackberrys, no me sentiré tan gilipollas.
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-¡Se acabaron las vacaciones!
-Bueno, tampoco es tan grave. Quitando que hay que llenar el frigo, comprar los libros, la ropa del cole, las primeras cuotas del comedor, los zapatos del mayor, tres mochilas nuevas, y que se me casa un primo, eso..., que tampoco es tan grave.

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-¡Se acabaron las vacaciones!
-¡Ea!, dicen que la mayoría de los divorcios son en verano. Pues mira; hemos sobrevivido al verano.
-Sí, a ver si tenemos suerte y sobrevivimos ahora al otoño.



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-¡Se acabaron las vacaciones!
-Sí, ¡pesao!, no lo digas más, so cenizo. Que sé que hay que volver al tajo. Y esperar once meses, hasta que lleguen otra vez; si siempre es así para todos.
-Bueno, para todos no. A Zapatero no le queda mucho para irse otra vez de vacaciones.
-¡Hombre! Por fin sale de tu boca algo agradable.



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-Se acabaron las vacaciones.
- No creas. Hay más de cuatro millones de españoles que ni empezarlas pudieron.
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jueves, agosto 18, 2011

A la tata Ito



Se murió la tata Ito, y esa historia de las buenas personas se hizo carne, se volvió breve; como una puesta de sol en los últimos momentos; como una semilla que va volando, flotando, dejando atrás todas las cosas; como un arco iris, momentos después de que pare la lluvia.

La última tarde fue muy corta. La gente iba y venía por los pasillos, todo lleno de batas blancas, de lágrimas quedas. Cuando sonó el teléfono, la última tarde, desde la ventana de mi oficina pude ver un arco iris doble; sobre el cielo negro, uno encima del otro; el de abajo nítido y suave; el de arriba suave y brumoso; luego fueron desapareciendo convertidos en una niebla fina de colores inciertos. Al mismo tiempo, en el pasillo del hospital la noticia se extendía de boca en boca, de ojo en ojo, hasta que llegó a mí, con las ondas frías de mi teléfono: - La tata ya no está.

La carne se hace carne; cuando la vida se va y queda sólo su vacío, y queda sólo su hueco, hecho con los jirones de la nada, de lo que no tiene remedio. Miles de recuerdos en este álbum de mi memoria chica: las siestas de verano, de niño, con mi hermana, en su cama; un barreño de zinc al sol, en el corral, calentito; la verdad de su sonrisa, las flores que siempre le acompañaban, las excursiones a la playa, las meriendas de rebanadas de pan de a kilo con foie-gras, su inmenso amor que al final la hizo rica, el gran hombre que le acompañó siempre, y todas aquellas otras cosas que ahora no cuento.

Pero no sólo tengo recuerdos, sino una larga y angosta soledad mía; el certero convencimiento de que nada seguirá siendo igual. Y así fue... y así es...

Me gustaría tanto volver a ser niño y hombre junto a ella; la persona que la tuvo y no la que la pierde... Pero la tengo que dar a la tierra, y además de darla agradecerla; por haberla engendrado, por haberla compartido. Aunque esa misma tierra ahora, solícita, la reclama. Como si le faltara su cuerpo para ser perfecta. Porque la tierra, sin duda, también estaba hecha de la ella, de la tata, de mi tata.

Por la Puerta del Perdón, en la Iglesia, vamos ahora saliendo; yo abajo; debajo. Tú arriba; tendida. Momentos antes el pueblo entero ha pasado por mis manos, y por mis mejillas. Me decían la pena, pero también la alegría, aquellos que nunca podrán perderte, pues te llevaban ahí, donde ningún sentimiento jamás se borra.

La Puerta del Perdón abierta, y nosotros te vamos llevando por el último pasillo de las despedidas, de los pasos finales que damos juntos. Nuestro cura, el Hermano, el de toda la vida, delante pensativo y andando. Junto a él, Antonio, de acólito, tan mayor, tan inmortal el pobre, mientras dure. El cielo, por el oeste, púrpura y roto; abrasado igual que una piel herida que se rompe. Yo te llevo -te llevamos-; caja fría, tierna y dura; sin peso, mecida; deshabitada y desabrida. Madera de madera, seca y brillante, y al fondo un sol sangrando, moribundo y rojo.
















Ya sabes que te querré siempre.
































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martes, agosto 09, 2011

Simplemente: el interior





Paz interior,
hoy poca queda,
o nunca la tuve,
o nunca la tengo;
sólo tengo interior,
aunque no sé, tampoco...




Nunca lo he visto,
no nos lo podemos ver.
Es invisible a quien lo cría.
¿Por qué he de creer que lo tengo?

El interior, que sólo ven doctores,
cuando abren cuerpos,
cuando hurgan dentro de la frágil vida.
Entre órganos y huesos; estamos hechos,
bajo la misma piel que se hace vieja.

Para ver el interior se necesita un trauma;
una agresión, una invasión, un dolor;
no se puede llegar a él por las buenas,
como el que entra en una casa y da las buenas tardes.

¿Qué hacemos con la paz interior?
¿ Y si ya no es paz?
¿Y si es sólo interior?

¿Y si lastima?

Somos los retales de nuestras consecuencias;
el estómago existe si duele,
y las tripas si suenan,
y los pulmones si te falta el aire,
y el paladar con los besos; no sin ellos.

El interior aprieta, y no es fácil verlo.
Hay muros como olvidos;

y detrás los sentimientos.

No, no es fácil sentir y notar el sutil interior.
Hay que trazar derrotas; sin ser marineros,
y caminos; sin conocer la tierra.
Llegar al interior y desnudarse;
sinceramente en cueros.
Simplemente: el interior.





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jueves, agosto 04, 2011

Al paso del lobo


Fue casualidad que la mañana del martes lloviera. Las nubes iban dejando gotas sueltas; por aquí, por allá; casi sin querer hacerlo y, de vez en cuando, todas caían de golpe, como si se pelearan unas con otras por ser las primeras. “Así de azarosa es la vida” pensaba yo aquel día. A la hora de salir por la puerta hizo una clara. Pensé en coger el coche, pero no llevaba en el bolsillo las llaves, que normalmente siempre están ahí, en el fondo, aunque esta vez, con la falta que me hacían y como suele pasar siempre, no estaban.
-¡Vamos, vamos hijo, que ya no llueve! Verás como llegamos al colegio en un santiamén.
Mi hijo me dio la mano y comenzó a andar sin muchas ganas.
-¿Por qué no coges el coche papá? Mira que como me moje, y se entere mamá, te va a caer una buena, que yo te aviso.
Es de agradecer que tu hijo entienda, a tan corta edad y con tanta claridad, las verdaderas preocupaciones de sus padres; de su madre que se pueda resfriar, y de su padre que se pueda enterar su madre.

Miré al cielo y vi varios nubarrones oscuros -“como panzas de burros”, pensaba-, pero la clara aguantaba. Entonces recordé aquel día, que con mi padre cogiendo espárragos, una oscura tarde de invierno, nos sorprendió una masa espesa y negra de nubes siguiéndonos los pasos.
-Hijo, ¿sabes cuál es el paso del lobo?
Me preguntó mi padre. Yo me quedé mirándolo, sin responder, mientras él seguía cogiendo espárragos... estuvimos unos segundos en silencio.
-El paso del lobo- continuó hablando- es ese que llevan las manadas de los lobos cuando van de caza, o cuando hay algún peligro. Tú, mírame y sígueme.
Entonces mi padre dejó de pisar las esparragueras y se puso a dar grandes zancazos, a una velocidad, para mí, inimaginable. Yo no podía ir al paso del lobo, con mis cortas piernas, lo mío era, más bien, la carrera del perrito. Miraba de vez en cuando atrás y veía como las nubes nos perseguían. A pocos kilómetros ya se apreciaba una manta de agua oscura cubriendo el horizonte, hasta convertirlo todo en una cortina de ceniza húmeda que se acercaba con mucha rapidez.
-Venga hijo, el paso del lobo, que nos coge el agua.
Mi padre andaba, campo a través, con una facilidad asombrosa. En su mano, su buena manada de espárragos, y yo, en la mía, mi mini mandada. En eso que vimos un chozo; pequeño, cochambroso, con su entrada oscura. Y mi padre enfiló sus pasos hacía allí en busca del necesitado refugio para guarecernos de una buena sopa. A escasos metros de la providencial choza me pilló a mí el ruidoso aguacero, que comenzó a mojarme sin miramientos ni contemplaciones, y que de no ser porque gané la entrada pronto, bien me habría calado hasta los huesos. Un vez dentro de aquel pequeño refugio miré hacia el suelo, las paredes, el techo... y la verdad, el ambiente que se me brindó no era nada alentador; la tierra del piso era negruzca, mezclada con restos de paja, las paredes de troncos medios podridos, cañas y trozos de frigoríficos descuartizados, y el techo de latones finos con decenas de agujeros. Ya me podía imaginar que entre tantas y tantas inmundas piezas se escondían toda clase de bichos: arañas, ratas, salamanquesas... e incluso alguna que otra culebra. “Pero bueno, mejor- me dije- será mirar como llueve, aquí, en el mismo filo de la entrada”.

-El paso del lobo, hijo, el paso del lobo...
Le decía yo, aquella mañana incierta, a mi hijo camino del colegio, y nada menos que unos treinta años después; a las nueve de la mañana de un día gris, entre semáforos, coches y charcos. Lo cierto es que el camino se nos hizo a los dos corto, muy corto; yo contándole la historia de la primera vez que mi padre me enseñó aquello del paso del lobo, y mi hijo escuchando e imaginando el aspecto de aquella choza, medio perdida, en lo profundo del solitario bosque. Y mientras, fuera llovía.



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