lunes, junio 30, 2008

Algo pasó en el camino que no me deja quererlos.


No sé quién me arrebato estas ganas de gritar por mi bandera, pero por más que quiero no las encuentro. Lo intento. Las busco. Me gustaría nacieran en mi, una sola pizca, con eso me conformo, algo de cariño al amarillo y al rojo patrio.

A veces me pregunto si esa falta de afecto es por esa bandera o por todas. Pero claro, con la de Blas Infante la cosa varía, vaya si varía.

Yo de niño preguntaba: -¿Por qué cuando sacan el paso no ponemos nosotros la bandera de España en el balcón?.

Y me fueron explicando cosas, cosas que entonces no comprendí, pero luego... lo supe; aquellos fueron los colores del ganador de una guerra. Y la propia muerte, guadaña en mano, utilizó aquel estandarte, en nombre de Dios y de todos los santos, para hacer España grande y libre.

Pero el dolor no se borra echando un águila a volar, siempre se queda, como el cieno podrido del fondo.
El miedo se agarra por dentro, en los hígados, en las paredes de los estómagos, ahí se mete, mordiendo las tripas de los que murieron y de los que quedaron vivos; de los huérfanos, de las viudas, de las hermanas camino de la Ranilla clamando a la providencia un alivio de su peso.

Nada se olvida si no se quiere, o si no se puede, y este recuerdo antiguo no se acaba de marchar. Se quedó preso en un pliegue del ADN, y ahí lo tengo.

¿Y la culpa?. ¿Es mía?, ¿de mi padre?, ¿de mi abuelo o de mi abuela?, ¿de áquel que estuvo preso en el penal del Puerto?. ¿Es de esos patriotas que pegan la bandera en el culo de sus autos?, de ellos, tampoco.

Esos colores tuvieron que ser borrados, por vergüenza. Esos y todos. Pero no se pudo, no se quiso, no se intentó, ni idea. A estas alturas...

Ya conmigo no hay solución. No me gustan y son los míos, alguien me robó ese amor. Algo pasó en el camino que no me deja quererlos.


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martes, junio 24, 2008

Mañana de verano.

Me despertó mi madre con un susurro. Por fin era la hora y, por los nervios, había dormido poco.
Por la ventana entraba una tímida luz de verano en amanecida.

Salimos a la calle fresca y silenciosa, aun las farolas encendidas, el día por estrenar.

Nerviosos, menudos, emocionados por la aventura. Las manos cogidas a esa entrañable mujer de bata negra y pelo blanco.

Al llegar a la Placita, me sorprendió el barullo, las risas, las carreras de algunos niños. El resto del pueblo durmiendo ajeno a la muchedumbre y a sus bártulos.

A la hora en punto llegó el autobús. Nos sentamos en un solo asiento sin parar de sonreír.

El conductor, con pocas ganas de playa.

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lunes, junio 23, 2008

¿Sabio o demócrata?


Si ser sabio es la capacidad para distinguir el bien del mal.
No me cansaré diciendo que la democracia es el menos malo de los métodos de gobierno.

Deberíamos estar gobernados por los más listos, esto sería fundamental. El pueblo no necesita elegir a sus gobernantes, eso no es lo más importante, lo que importa es ser gobernados por los más capacitados, los que antepongan el bien común a los particulares. Líderes que sepan distinguir el bien del mal y trabajen por acercar el primero y alejar el segundo.

Los pueblos se equivocan con frecuencia y más si la política, como ocurre en la actualidad, se vacía de su sustancia mientras es manejada por diseñadores de marketing, encuestadores de popularidad, y relega la participación a una simple urna cada cuatro años.

¿Qué instrumentos tenemos para conocer las intenciones de los políticos y como madurarán, con el paso del tiempo, sobre el sillón pedante del poder?

La democracia no es la panacea. Que no me digan que el pueblo nunca se equivoca. Se equivoca.

Imagino que en el futuro una computadora elegirá, por un método preciso e infalible, a nuestros gobernantes. Sería perfecto que este ordenador nos dijera quienes son las personas más sabias de nuestra comunidad.
Eso sería un buen sistema, ningún interés podría poner o quitar al elegido, solo la máquina, cuando el gobernante quisiera o cuando el ordenador supiera, por sus registros, que existiera un voluntario más inteligente que el que ostente el gobierno.

Esa máquina no existe y si existiera sería manipulada. Así que nos encontramos solos, somos nosotros los qué tenemos que hacer política y elegir a nuestros políticos.

Para no errar, la cultura. Si somos más listos nuestros gobernantes serán mejores.


Saludos, me pongo a leer.

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viernes, junio 20, 2008

Improntas invisibles.

No puedo resistirme a continuar con este viaje. Está hecho con las rutas de las vidas. Es un camino de hombres y mujeres que murieron o morirán.
Volveré al pasado y regresaré al presente. Dejaré litros de tinta en el tintero pues cada mote es una historia. Historias que se entrelazan, que se tocan. De amores, odios y vivencias. Todas con un nexo inconfundible; un pequeño pueblo de adoquines grises resistiéndose a perder su identidad.

Y comenzaré con uno, dos, tres, luego serán muchas las almas que cruzarán esta puerta para quedar colgadas en este engendro de la informática.

Va por vosotros, perdonen la franqueza, porque quizás os nombre.

Recuero a "Marchena", andaba por el mundo encorvado y con ojos profundos cargados de sabiduría.
Recuerdo al "Pancho", habitante anciano del rincón de los Lirios, con su fobia a los perros.

Recuerdo motes silenciosos: Paco el Serio, Callaito.

También sonoros o ruidosos: Corneta, Cascabeles, Tambora, Platillero, Pica Plato, La Motora.

Explosivos: El Polvorista, Los de la Bomba.

Comestibles e incomestible: Melones, Chocolate, Veneno.

Muchos, muchos animales: Currillo Pez, Perlico, Periquín, Bichorro, El Rana, La Piojito, Chicharra, Las Grullas.

Geográficos: El Portugués, Ronda, Los Caseta, Los de la Pizana, La del Kiosco, el Cojo la Cuesta. Los del Rancho, Los del Doqui, el Vasco, el Guillena, la Ronquillera.

Los que van sobraos: El Cojonuo, Siete Oficios, Dineral, Tarzán, Macarra, El Empalmao.

Diminutivos: Calerín, La gente de Juanito Nuñez, el Lamparilla, el Queti, La Mayita, Corbito. Corralito, Mariqui, La Barquita, La Niña Chica, Luquita Capullo, Quintín, Pernilla. Poy, El Pitufo, Juanito Mantecao, Pinguilla, Borrachilla, El Coli, Romerito y Volantín. Rubichi, El Botellín, El Niño Quico, Cerenín, Kiki Visiones y Marquesito. Boliche, Quico Cuarterón, Perico Alanís, El Chico Asne, Cotilla y Monichi.

Y Variopintos: La Melchora, La gente de Evaristo, Los Galanos, El Guita, Fernanda la de Meón, Aguja, La Castillera y Rebalona. La Zalea, El Trenti, La gente Asne, Los Platero. La gente Luna, Moña, Moyanos, Farandola y La Gente Gilanda. Velones, El Chato Panaero, Botica, Carrero, El Loco Carrasco, El Muo, La Pescá, El Fraile y Fernanda la del Popo. La Milurdana, La gente de Mora, Vilano, El Potoco, Canuto, Barba, Matorla, Tachuelo, El Porra, Rabanera y La Gila. Los Matías, Jarropo, Quilino, El Lápiz, Zaranda, Escalera, Los de la Oreja, Forrocoche, la Gamberra, la Curra, Los Latones y un querido etcétera.

Todos ellos pisaron o pisan las mismas calles, bajo el mismo Sol y la misma Osa Mayor testigo lejana de las noches de verano.

Los mejores pasan de generación en generación como improntas invisibles en nuestros libros de familia, son parte de nosotros o tal vez lo fueron.

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miércoles, junio 18, 2008

Seré...


Hoy estoy de suerte, llegó el día de mi mutación.
Puedo por fin ser otra cosa.
Elegir mi próxima reencarnación.

No quiero con este cambio, que me hicieran algún reproche.
Seré una luna quebrada. Unos ánsares, volando en la noche.

Seré trigo secando. Seré un chopo, de plata, en el arroyo.
Seré una piedra antigua. Una puñado de habas dentro de un hoyo.

Seré un joven barbo y, sobre éste, una abubilla cantando.
Escuchada por un galápago tendido al sol, y una cigüeña pescando.

Seré la zarza, tapando la cueva. Nido de cucujá entre terrones.
Una vieja cancela. Un frondoso limonero, cargadito de limones.

Prefiero ser esa estrella brillante. O planeta que tu descubrieras.
Y dentro un laberinto de besos, para que tu te perdieras.

Podría ser bichito que entrara por tu ventana.
Encontrarte desnuda y comerte a bocados, como a una manzana.

Seré la tela de araña de tu soberao.
Para pegarme a tu pelo. Para dejarlo enredao.

O seré ese espejo curioso, encerradito en tu mano.
Pues ya me cansé de ser hombre y ahora quiero ser humano.

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domingo, junio 15, 2008

Un mote, por favor.


Lo de ser cateto, y a mucha honra, tiene sus cosas. Me refiero a que hace unos días me saludó por e-mail un señor con su nombre y apellidos. (Es la persona que tan amablemente me mandó las fotos de las conchas y de las anclas, por cierto preciosas, Juan de nombre, los apellidos me los guardo porque no quiero que los parroquianos y parroquianas pudieran adivinar su identidad antes que yo). El tal Juan, a pesar de firmar con todas sus letras, para mí, ha seguido siendo un desconocido y eso que en Gerena decimos nos conocemos todos, pero claro, conocerse no es tener el registro del DNI en la cabeza.

Pues eso, que caí en la cuenta que si este buen amigo me hubiera ilustrado con el mote de su estirpe, seguro lo hubiera identificado y sería un amigo de rostro conocido en vez de un amigo con cara por retratar.

Y es que la riqueza de nosotros los catetos tiene, entre otras cosas, el gran invento, para la identidad, del mote.

Sirva este pensamiento, en esta época en que ando escaso de inspiraciones, para hacer un repaso por aquellos que ahora recuerdo. Si alguien quiere ampliar esta entrada tiene toda mi licencia y mi agradecimiento;

El más viril de nuestros motes: Pecholobo.
Uno cruel y despiadado: Mata Gatos.
Otros de la categoría del delito: Matamoros y Matacura.
De aves: Tripagallo, Palomita. Curropollo.
Del sistema decimal: Mediolitro, Milímetro.
Personales: Nonillo, Toto. Yeyo.
Profesionales: Carbonero, Pescaero, los de las Escunitas, Viruta, el Miero.

Son solo un botón, ya lo dije antes, tengo poca memoria y muchos recuerdos. No me acuerdo de más y los hay por decenas.
Nuestros motes son cultura, ser catetos nuestra identidad.
Presumamos de ella, todos no tienen la misma suerte.

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La fotos de mi amigo Juan.




Mi amigo Juan me ha mandado estas bellas fotografías. De la segunda me comenta que son del llamado Cementario de las Anclas, en Tavira, Portugal.

Gracias Juan por querer compartirlas con todos nosotros. Ya sabes, cada vez que quieras puedes colgarlas por aquí. Hago extensiva esta invitación a todos los amigos del blog.

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martes, junio 10, 2008

Mitocondrias y bocadillos de tortilla.


La ventana abierta cazando la más ligera brisa del recién estrenado verano. Ya algunos de mis amigos habían abierto temporada dándose un baño en el Cachón.

Los mosquitos, atraídos por el flexo, caían sobre el libro de Biología, las mitocondrias, el ácido ribonucleíco y la osmosis directa e inversa.

La puerta de mi cuarto cerrada a cal y canto, el sonido de la tele casi ahogado. Pero la ventana, esa era insufrible. Todos jugando al bote, ¡justo en mi ventana!. Y yo, enfrascado entre células eucariotas.

Que daría por salir un rato, pero hoy, el día antes del examen, sería un suicidio. Ya me había cogido el toro, la vaca y la ganadería al completo. Así que me esperaba una penosa noche al sabor de un café, azucarado, asquerosamente amargo. Algunos años después, en la universidad, habría de comprender lo absurdo de la dichosa técnica del atracón el último día.

Pero lo más duro era esa ventana, con sus grillos cantarines y los gritos de Manuela llamando a sus hijos para aprovisionarlos de bocadillos de tortilla. Y esos mosquitos libres que abrasaban sus alas al calor de la bombilla azul. Y el aire fresquito cargado de tentadoras voces.
Encima sabiendo que posiblemente todo fuera inútil.
Y escuchar el bote rodando por la cuesta abajo con el barullo de mis amigos corriendo a esconderse. Eso era mortalmente doloroso. Entonces buscaba en el mueble bar dos trocitos de algodón, mi walkman aiwa con los Dire Straits a todo volumen, y entre mosquitos, polillas y otros insectos voladores, tragaba sin ganas el gordo libro de Biología.

Después, con la mañana amaneciendo, realizaría el mejor de los resúmenes tatuado, en miniatura, sobre mi Bic impoluto. Luego marcharía con la remota esperanza que la providencia quisiera haber puesto a mi encuentro la preguntan de las dichosas mitocondrias, y si no quizás la aguja del compás me hiciera recuperar la memoria aniquilada por los posos del café. En aquel incipiente verano y en aquella, para el estudiante, cruel Gerena de tardes eternas y bocadillos de tortilla jugando al Bote.

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domingo, junio 08, 2008

La Nora.


Nos llamó desde la puerta. Entramos con desconfianza. ¿Qué podía querer la vieja más cascarrabias del barrio?. La misma que despotricaba una y otra vez de todos nosotros.

Entramos por el portón con los ojos recelosos y a un palmo por delante de nuestras caras. Una vez dentro nos sobrecogió el olor a vejez de la vivienda, tendría los mismos años que su dueña, o incluso más. El suelo, brillante de barro, con ladrillos rectangulares, ligeramente en pendiente y con algún que otro bulto.

En el costado un aparador gigante marrón oscuro con encimera blanca de mármol. Sobre la piedra algunas fotos en blanco y negro; varias parejas de recién casados serios, un niño de marinero con sonrisa melancólica. La única a color, un soldado jurando bandera. Un poco más arriba, tras las vitrinas, docenas de estampitas descoloridas; santos, vírgenes, Jesucristos y otras especies.

Sobre nuestras cabezas redondas vigas donde las termitas mascaban y defecaban madera sin importarles ni nuestra presencia ni nuestra existencia. Entre madero y madero torcidas tablas con anidados mohos.

Una mesa redonda, el centro de la sala, algo escorada por la pendiente del piso. En el centro de la mesa una botella de vidrio, su agua a la mitad. Un vaso boca abajo haciendo las veces de tapón. Arriba una bombilla apagada de esas que se encienden tirando de un cordel metálico. A los siete niños del grupo nos entró deseos de tirar de él para comprobar que, como era de esperar, la bombilla se encendería al momento. Pero nadie se movió.

-¡No os quedéis en la puerta, entrad pa dentro!- Más que una petición aquello sonaba a mandato
–Id al patio y coged los gatitos de la Nora.

Ya le parió otra vez la gata a la Tía Sista, en el cajón nos la encontramos tumbada con todo su vientre abollado de tetas redondas y lamiosas. Siete gatitos amamantaba, ninguno se parecía a Nora, todos manchados de marrones y amarillos, los ojos cerrados, sus cuerpos calientes entre papeles de periódicos. La gata untaba la lengua por sus patas delanteras mientras ronroneba orgullosa de su camada.

La Tía Sista nos dio cinco duros y una bolsa de plástico, allí metimos los gatitos, nadie dijo nada más, todos sabíamos en qué consistía el trabajo; el pequeño Francisquito, su hermano Tomás y Nora desde su cajón.

Salimos a empujones por la puerta entre abierta, una sinfonía de maullidos cortos como compaña. Ya en la calle los quisimos sacar de la bolsa. Repartidos todos entre la pandilla fueron juguetes durante un rato. Alguien se dedicó a cazar y a matar pulgas, como si eso aun importara.

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martes, junio 03, 2008

Entes que llegara el cura.



El Marro era un juego apasionante. Siempre jugábamos solo niños. Nos organizamos en dos grupos. Los dos niños mayores, los capitanes, después de sortease el turno a pares o nones, elegían, por orden, los compañeros de equipo de entre la manada, como eso, como si se tratara de una feria del ganado donde el ganadero selecciona los más aptos, los mejores. Una vez hecho el selectivo reparto, clasificación cruel para los que iban viendo que ninguno de los dos los elegían y se quedaban hasta el final de la elección prácticamente recogidos por lástima, yo era de aquellos, entonces, como digo, una vez definidos los dos grupos, cada bando tomaba posición de una esquina, de sus bases. Ambas separadas por unos veinte o treinta metros. Recuerdo, en las tardes de catecismo, la esquina de la iglesia con su trozo de columna antigua hincada en el suelo. Esa era la base de un grupo. La otra base, una esquina del Palacio, otro trozo de columna. Estas dos viejas piedras, hoy de un metro de alto, centenares años atrás fueron protagonistas de alguna bella finca musulmana, romana o tartesia, y en mis tiempos niños, transformadas en dos puntos emisores de energía, una energía invisible que solo con tocarlas te daba el poder para atrapar a alguien del bando contrario, gritando -¡Marro!,- Entonces tenías a un prisionero que llevarte a tu base. Sólo podías capturar a alguien del otro equipo si habías tocado la columna tuya después de que él tocara la suya. Si tu contrincante corría más rápido que tu y le daba tiempo a alcanzar su columna, entonces eras tú quien tenías problemas, porque él recuperaba, de nuevo, la energía y ahora era tu contrincante quien te podía capturar.
Cuando atrapabas al otro niño y gritabas -¡Marro!-, eras inmune a todos los demás, agarrabas al capturado por el jersey, y lo llevabas a tu base como si de un trofeo de caza se tratase.
Cada equipo iba acumulando prisioneros, que se tenían que quedar pegados a la columna del equipo contrario, prisioneros que a su vez hacían una fila dándose las manos los unos a los otros lo más larga posible, el primero de la cadena siempre tenía que estar tocando la columna como si una cadena invisibles los ataran a la base del equipo adversario. Si venía corriendo alguien de su equipo y tocaba cualquier punto de la cadena, entonces todos quedaban liberados y podían volver corriendo a su esquina. El juego rara vez terminaba, generalmente el cura llegaba antes.

A los diez años ese juego me fascinaba, y aun lo hace. Es una mezcla de inteligencia, reflejos y velocidad. Podías, como en mi caso, carecer de velocidad y utilizar en mayor medida otras cualidades, entonces el torpe podía ser igual de peligroso que el más veloz. Creo que por eso todos nos divertíamos tanto, nos sentíamos iguales y poderosos. Todo esto antes que llegara el cura, en la puerta de la Iglesia, en los momentos previos al catecismo, jugando al marro.





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domingo, junio 01, 2008

Los mitayos de Potosí.


Soy uno de tantos en la mita. Cada seis años me manda el cacique, con mis huesos, a masticar el Cerro Rico de Potosí. Uno entero de cada seis, cada seis de por vida.

Soy carne de galería, con la luz de mi tenue vela y este maltrecho cuerpo de indio chico, subo las estrechas grutas con el petate cargado a mi espalda.

Dentro de la tierra; los sudores, los vapores, el aire rancio preñado de bilis vomitadas.
Voy subiendo la cuesta, entre la maraña de las pobres almas, la espalda es un gris patíbulo de calamidades, el calor asfixiante. Y cuando por fin salgo fuera, en la cima, el gélido viento glacial de las alturas, con su fino cuchillo, esperando comerse este sudor y esta salud maltratada.

Los días son infinitos, el tiempo un recuerdo olvidado. Me quedan muchos meses de mita. Tengo que resistir. Ellos me esperan cada noche a los pies de la montaña. Necesito sus sonrisas ingenuas de futuros mitayos. De apiris entre tinieblas o mortiris en los ingenios. Y aun sabiendo que en los ingenios los vapores de mercurio envejecen a los indios fuertes, que salen, al poco tiempo, sin pelos, sin dientes, temblando y moribundos.

Mañana los barcos partirán cargados a Sevilla. Otra tonelada más. Y se olvidarán para siempre de nuestro reseco pellejo. Tendrán lo que quieren, la Plata. Atrás dejarán la escoria, los indios del cerro, esos que mueren bajo el látigo del capataz, por la pulmonía de las alturas, por los tóxicos, o de tristeza.

Allí en Europa, el señor Carlos V, “emperador de Alemania, España y de los Reinos del Perú, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, recibirá este metal por el que mi pueblo muere, y con él sufragará guerras por sillones, anexionará tierras, reinos, moverá fronteras, comprará las vidas de otros mortales, cuales peones de sus crueles juegos de mesa.
Ellos son los señores, los dueños del mundo, los elegidos por Dios para colocar a cada cual en su sitio.

Y nosotros, que fuimos desterrados en nuestra propia tierra, os veremos, cabrones conquistadores, robar el corazón de la montaña, convertir el altiplano en un burdel de opulencias y baratijas, pisando nuestra tierra mientras esta guarde lo que queréis, porque ella de por sí, para ustedes, de poco os vale.

Os haréis ricos, a pesar de nuestros despojos, y fabricaréis fugaces brillos de templos, santuarios y otras adoraciones que os aligeren de culpas y malas conciencias.

Soy un Mitayo. Vivo y muero en Potosí, mientras que el Cerro Rico siga guardando plata. Luego, si resisto, me apagaré criando mitayos y ellos repetirán, una y otra vez, la misma noria. Mientras los Españoles manden, porque después la tierra será un esqueleto carcomido por la codicia, despertada del sueño de una tormenta que lo ha vuelto todo del revés y del derecho. En este Potosí y en los futuros que vendrán.











Continuación:
(Gracias a un colaborador amigo)

Salud mitayo. Es el más grotesco saludo que podemos darnos los que la hemos perdido a causa de la plata y las fronteras. Tienes suerte de que no te conozca porque si hubieses cruzado tus tristes huesos conmigo estarías muerto, sólo hubieras sido un leve trabajo para mi cuchillo. Así que no siento nada especial por ti, salvo la camaradería que nace de la podredumbre.

Vivo a las puertas de una pequeña iglesia en un mísero pueblo andaluz de cuyo nombre no puedo acordarme. Aquí moriré en breve. Con suerte, quizás alguien me atraviese el cuello con un punzón y todo sea más rápido. Dentro de esta iglesia hay plata de la que tú minas en Potosí, pero no sé cual de los dos está mas lejos de ella. Lo único que poseo y está entero es mi chapeo, con la tela que resta de mi camisa y mis calzones no alcanzo a cubrirme, a pesar de que sólo tengo medio cuerpo.

Los barcos que llegan cargados de plata a Sevilla han matado a la mayor parte de mis compañeros y presumo, con esa inteligencia ruin que te proporciona el saber que todo irá a peor, que no tardarán en matar al resto. Tan lejos de sus pueblos como tú, corroídos por una niebla eterna, sudando los huesos en unos pantanos malolientes que aún huelen peor cuando nosotros nos emboscamos en ellos. Afortunadamente los días no son infinitos, porque es difícil sobrevivir a uno siquiera y, si lo consigues, lo más probable es que sea la noche la que se haga infinita, como me ocurrió a mí aquel mediodía sin sol y cubierto de agua.

Donde yo trabajaba no había españoles, aunque el jefe de la empresa era un tal Carlos V, sólo había apodos: cartagenero, manchego, vizcaíno, abrelatas, ... Ningún sentimiento de pertenencia, salvo el miedo y el odio. Miedo a que siguiesen llegando navíos a Sevilla y odio a quienes hacían posible que llegasen. Así que yo mato para que tú seas esclavo; y tú trabajas para que me maten.

Por cierto, creo que no te he dicho mi nombre: soy “el minero”, mutilado de los Tercios de Flandes.

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