A las diez, en el ayuntamiento.
A las diez estuve frente al Ayuntamiento. Llegaría un par de minutos antes.
Poca gente ya por la calle; vi dos chiquillos pasar cada uno con su lechera camino del Colorao, serían hermanos pues vestían iguales con distintas tallas, incluso los zapatos de deporte idénticos.
A las diez y pocos minutos miré el reloj pensando que en cualquier momento llegarías, pero lo único que vi fue al Tercero subiendo la cuesta con pasos vacilantes, ayudado por quicios y rejas encaramó la cuesta de empinados adoquines.
Serían las diez casi y cuarto. Empecé a sentir, en las piernas, el cansancio de la impaciencia. Los nervios se hacían dueños del momento. Entonces pasó una vieja bultaco seguida de tres escuálidos galgos. El motorista con su cigarro arrugado. Los galgos con sus rosas y largas lenguas jadeantes.
A las diez y dieciocho, desesperado. Ya subían, desde la calle de Cantarito, los niños con las lecheras colmadas. Ahora me fijé que una era de aluminio gris brillante, mientras la otra de plástico verde oscuro con tapadera blanca. Seguramente además de llevar su propia leche, hacían el mandado a alguna vecina o pariente. Jugaban a girar la lechera en el aire, demostrando así la ley de la fuerza centrífuga, esa que hace que el líquido no se derrame aun estando el recipiente totalmente boca a bajo.
Eran las diez y media. Algo le estaría pasando, no aparecía. A esa hora vi pasar al Hermano con su gorra encasquetada hasta las orejas, las manos dentro del tabardo, parecía ir hablando solo. En su cara, el inconfundible reflejo de una conciencia tranquila. Me miró, le miré, los dos dijimos al unísono, - Hemanooooo. Y luego volvió a mirar el granito que pisaba, hasta que doblara por García de Leaniz. Para entonces, yo no lo miraba, mis ojos estaban en el reloj del ayuntamiento.
Las once menos veinte y tu sin aparecer. Me senté en los duros escalones grises, y el frío entró en mi asiento con un punzante escalofrío. A esa hora ya no pasaba nadie, Gerena se recogía tras sus paredes. Sólo se podía oír el soplo del viento alto y mi propia respiración.
Por la calle La Plaza irrumpió una sombra de mujer cubierta con una toquilla negra. Las manos apretadas a la altura de su boca, toda encogida. Por los andares pensé que podría ser mi tía, no estaba seguro pero, por si acaso, me hice el loco y miré, con aparente curiosidad, al Vínculo con la intención que no me conociese.
Ya son menos cuarto, tu no apareces, el frío me hiere, dolido el trasero y el amor propio. Desesperado, humillado, derrotado, perdidas las esperanzas, las manos heladas, los pies bajo cero.
O tu padre no te dejó salir, o se te olvidó la cita. Alguna razón hubo, o quizás no, nunca lo sabré, porque desde aquel día nunca más volvimos a cruzar palabra y de esto hace toda una vida.
A. Buendía