lunes, septiembre 26, 2011

Que nunca falten






Por ahí viene, sobre el camino seco partido de sartanejas, el Caballero de la Triste Figura, que luego fuera el de los Leones; va moviendo la cabeza, de un lado a otro, negando lo que ve, lo que piensa... incluso se mesa las barbas y entrecierra los ojos, siente que nada entiende de este mundo desquiciado, que todo parece cubierto por una neblina de magos, de encantadores... que son maleficios y fechorías las transmutaciones de este tiempo manoseado, que hay putas honestas y honestas putas, ladrones más honrados que los que dicen ser fieles a la ley, y que aquellos facinerosos que tan buenos zapatos gastan, son maestros de la mentira, del esconder la mierda bajo la capa. "Que no puede ser, que no" -se dice-, que unos digan digo y hagan Diego, o cuando no mandan, una cosa, y cuando mandan, la contraria. Que los mandamases meten miedo para poner a los lobos guardando a las gallinas. Todo eso piensa.

Pero pocos caballeros quedan, que los que lo fueron tuvieron que malvender sus monturas.

A Sancho le embargaron el rucio, lo que más quería en el mundo, se divorció de su parienta y perdió su casa; lo perdió todo. Ahora duerme en la calle. Cada noche sueña con su ínsula, y con que lo coloquen en diputación, y es feliz mientras duerme. Por la mañana llora a lágrima viva. Ahora no es labrador ni escudero, es un parado de larga duración. Cualquier día cometerá, el pobre, una locura; por culpa de su miseria. El otro día lo vi abrazado a un cartón de vino. Me pidió algo de suelto para las asquerosas tragaperras.

Aldonza Lorenzo fue lista; se sacó el carné y ahora cobra un ERE. Desde luego aquí quien no corre vuela, y por eso mismo fueron a poner un aeropuerto a la misma orilla del Toboso. Lástima que en invierno por el frío, y en el verano por la calor, nadie se pose por esos lares. Ahora, eso sí, el aeropuerto es precioso, con sus torres, sus pistas, sus luces... monísimo; el día que lo inauguraron todos arrimaditos salieron en la foto. Luego los pájaros ahuecaron el ala. Un vecino puso un corral de cabras en el aparcamiento y es ahora famoso el queso del aeropuerto. Rico, rico. Y los niños, en verano, vuelan por las tardes allí sus cometas. Cuando sopla el viento del oeste, el cielo del Toboso parece un ramo de flores, de papel y tela.

Pero lo malo son las trampas; dicen que el ayuntamiento del pueblo debe dinero a muchos. Que la mayoría de lo que hizo se debe, y se deberá por muchos años. Serán las malas lenguas, digo yo, porque bien bonito lo tienen todo con sus obras; su campo de fútbol, su bonita residencia, su recinto donde se podrían poner docenas de casetas, o cientos... eso sí, las malas lenguas dicen que un bolsillo sin fondo. Que si el de la tienda de aquí, que si el polvero de allá, que si la empresa aquella que ponía ladrillos no cobró ni un real, que si los trabajadores a la cuarta pregunta... Vamos que una mano delante y otra atrás. ¡Ay las malas lenguas que no entendemos de contabilidad!

En fin, ya sabemos como son; todo el día criticando; por vicio; que si habrá que pagar por visitar las canteras, que si van a poner unos cables por encima de un parque, que si están construyendo un palomar encima de una muralla vieja... Siempre hubo gente que hablaba más de lo que estaba bien visto. Pero bueno, no quiero ser yo de esos que se paren en los sitios breves. Sólo era que me fijaba en el Caballero de la Triste Figura, que viene andando solo, caminito de la Cruz de la Fuente, pensativo, enzarzado en sus cavilaciones, pensando quizás en encantadores, en viejos cuentos de caballerías, en su Dulcinea... Por suerte a esta tierra, perra y fulana, nunca le faltarán Quijotes.





















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lunes, septiembre 19, 2011

Los dos heridos en los mismos sitios







-¡Los cagaos que se queden afuera!- dijo el enfermero desde la misma puerta del quirófano. En la antesala éramos tres hombres vestidos con nuestros gorros, nuestras batas, los cubre zapatos a juego, todo de color verde menta, o verde hospital, según se mire.
El enfermero era un hombre pasado de la cincuentena, también vestía de verde, y llevaba el gorro que suelen llevar siempre los enfermeros en todas las operaciones, solo que éste era de los colores de la bandera de España, con el toro de Osborne, a modo de enseña patria en todo lo alto de la frente. Tenía gafas y un bigote donde se apuntaban canas, y nos miraba a los tres hombres como si fuera el matarife esperando el despacho de sus cerdos.
Entonces le contestó el celador: -Pues como los cagaos se tengan que quedar fuera, muy pocos iban a entrar. Vamos que no entraba nadie.
Yo miraba a todas partes; al carrito lleno de gorros, batas, cubre zapatos, y al perchero donde colgaba mi polito, pues antes de enfundarme la bata me había desnudado de cintura para arriba. Y me dije: “Mal vamos cuando yo creía que la operación era de cintura para abajo y van y me ponen en cueros de cintura para arriba.”
-Venga ¿Quién es el primero?- Preguntó el celador.
-Yo mismo- Me levanté decidido pensando: “Los malos tragos, mientras antes se pasen mejor.”
Crucé la puerta, y allí me esperaban el enfermero del gorro rojo y gualda. El quirófano, se me antojaba enorme, la camilla de operaciones bien iluminada, y varias puertas por varios sitios: “Lo ves – me decía – si ahora quisiera salir corriendo no me iban a faltar las escapatorias.”

Cuando uno entra en un quirófano no sabe muy bien a qué atenerse; qué es lo que se espera de ti; me refiero a que uno deja de ser esa persona con iniciativa, y pasa a ser una criatura al pairo, de aquellos que te pinchan, te cortan, te cosen...

-Siéntese en la camilla y bájese los pantalones hasta los tobillos. Bájese también los calzoncillos.
Las frases que te dicen en esos sitios son siempre claras y cortas; las puedes obedecer sin siquiera pensarlas, van del oído al músculo, y tu cuerpo, imagino que por eso del canguelo, pasa a ser un autómata en manos de otros. Luego te pueden entrar algunas dudas: ¿están los calzoncillos suficientemente bajados...? Si los pantalones eran hasta los tobillos ¿y los calzoncillos?, ¿más arriba?, ¿más abajo?- yo creo que nos hacemos todas estas preguntas por la simple razón de mantener ocupada nuestra mente. Y también por el canguelo.

El doctor era más joven que el enfermero, unos cuarenta y tantos. Llevaba la mascarilla puesta, y apenas me fijé en sus facciones. Además mi postura, tumbado boca arriba, me hacia mirar solo las lámparas suspendidas encima de mí; así también tenía mi mente ocupada, lejos del canguelo.

Lo mejor de las operaciones es que no es necesario que te mires a ti mismo. Piensas que de ese modo nos libran de una de nuestras imágenes más patéticas. Prácticamente, como no te miras, te están ahorrando un disgusto. También creo que las heridas duelen más cuando te las ves, mucho más, dónde va a parar, que cuando te las ignoras.

La primera vez que me pincharon en el brazo, para hacerme un análisis, quise ver como era aquello; me fijé con atención en la aguja insertada en su jeringa, y como atravesaba mi piel, y luego la naturaleza de aquel invento que se iba volviendo rojo, poco a poco; un rojo intenso que quemaba. Aquello de que por tu propio bien te tuvieran que hacer daño, y de una forma tan premeditada, me hacía comprender que la vida estaba hecha, desde luego, para valientes. Y preguntarme: ¿cuánto dolor sería uno capaz de soportar por su propio bien? Aquello de mirarme atravesado sólo tuvo interés en aquella primera vez. Ya nunca más volví a mirarme cuando con posterioridad me volvieron a sacar sangre. Incluso ahora que dono de vez en cuando no se me ocurriría verme pinchar por nada del mundo.

Así que, tumbado en la camilla, tratando, sobre todo, de no verme, me bajé los pantalones y los calzoncillos hasta las espinillas, y me quité de la cabeza cualquier idea de imaginarme. Me había desnudado delante de dos extraños, y aunque sabía que cerca rondaba también una mujer, enfermera o medica quién sabe, aquello de mostrarme en bolas bajo una potente luz, con los huevos rasuraditos, estaba a años luz de cualquier erotismo.

-¿Se ha traído usted los huevos o los ha dejado en su casa?- Me preguntó el enfermero.
-Me los ha traído. Creo que andan por ahí abajo.

A partir de eso momento me encomendé a las manos de aquellos señores esperando que el trance fuera breve. No pensaba en el dolor, sino en la prontitud, en que todo terminara cuanto antes.

-Te pondré yodo –me dijo el enfermero-, y notarás un poco de frío, pero no creas que con esto hemos terminado, que lo bueno viene luego.
El hombre que tenía el toro de Osborne en la frente me pasaba un algodón empapado en yodo por todas mis zonas bajas. Yo notaba un ligero fresquito, mientras el enfermero continuaba, como digo, masajeándome con el algodón. ¿Quién me iba a mí decir, momentos antes, que me fueran a dar aquella tarde un masaje en los mismos escrotos?

-¿Qué?, ¿te ha dolido?- Me preguntó al terminar.
-¿Dolido?- Respondí- Me ha gustado y todo.
-¿Qué te ha gustado? ¡Acabemos! ¡Otro sarasa! ¡Ya nos ha tocado un mariposón! –El enfermero casi gritaba, y yo pensaba que desde ese momento y en adelante mejor calladito.
-¿Ha oído usted doctor García? Como nos descuidemos nos pone todo esto perdido de aceite. Anda voy a poner el cubo debajo de la camilla, que si no verá usted la que se va a liar. ¡Abrase visto!, ¡que dice que le ha gustado!

No tengo dudas que aquel enfermero disfrutaba de su profesión, y la ejercía con diligencia, a la vez que desdramatizaba el asunto gastando una y otra broma al respetable que probaba su camilla.

A esto que se acercó el cirujano, y no pudo decir otra cosas que: -Bueno, pues vamos a la faena. A ver si esto se hace como lo leí esta mañana en el Internet. Pues ya ves, si quieres saber cómo se hace cualquier cosa, en el Internet da gusto como te lo explican -Y continuó-. Imagino que este señor viene también para hacerse el cambio de sexo.

-No, no, -me aligeré en intervenir- que yo estoy muy contento con mi sexo, que lo mío no va por ahí.
Aún sabiendo que todo era parte del cachondeo, por lo menos diciendo esta boca es mía me sentía más tranquilo.
-¿Cuántos hijos tienes?- Me preguntó el enfermero.
-Dos.
-¿Y tu mujer?
-También dos.- Balbucee, después de recuperarme del desconcierto de la pregunta.
-Bueno, relájate y no te contraígas- Me decía el médico mientras en la mano erguía una jeringa con lo que suponía yo se trataba del líquido anestésico–. Te doy un pequeño pinchacito, que apenas duele, pero no te contraigas.
Noté la aguja entrando en mi gónada izquierda, y me encogí entero, creo que hasta la última célula de mi cuerpo se contrajo.
-Te has contraído, intenta relajarte- me reñía.
-Si yo lo intento, pero me pasa eso que una vez me contaron de los huevos en ascensor. Eso de que cuando hay peligro los huevos se suben y se esconden para quitarse de en medio.
-Precisamente –dijo el enfermero- ayer tuvimos a uno que operarle de esto mismo, pero por la garganta. Ese sí que tenía los huevos en ascensor. Los tenía de corbata.

-¡Ea!, este ya está listo, ahora vamos a por el otro.
-Y nos ha salido hasta bonito. Y mira que yo –decía el enfermero- soy de mantenimiento, que esta mañana me dijeron que en vez de arreglar cañerías me pusiera aquí a cortar huevos.

El segundo minchazo dolió menos. Parece como si los cuerpos, una vez aprendido un dolor, le perdieran en cierta forma el respeto. Después del pinchazo; cortó, anudó, cerró y cosió.

-Se acabó– Dijo, para mi alivio, el cirujano.

-¿Qué? ¿Has venido, con tu mujer?- Me preguntó el enfermero.
-Sí, ahí fuera está.
-Pues ahora le vamos a decir que te has portado como un machote. ¿Vale? Ya te puedes vestir.
También sin mirarme me subí los calzoncillos, los pantalones. Noté unas gasas, un ligero dolor y me incorporé despacio. Me levanté de la camilla y en eso el enfermero, retiraba de ésta un especie de pañal muy grande que había estado debajo de mí todo el tiempo. Estaba lleno de yodo, así que por aquellas manchas empezó el enfermero a decir: -Pues mira; dos o tres manchas de aceite. Ya lo decía yo que este iba a perder aceite.
Yo le devolví una media sonrisa.
-No te bañes ni duches en tres días –me dijo el doctor-. La playa y la piscina no las pruebes hasta que no se te caigan los puntos. Y de hacer el amor, nada en tres años.
"Vaya con el cachondeo -pensaba-, hasta el último momento van a estar de guasa."
-Bueno, pues nada, adiós y gracias.
Salí, me senté en la salita donde estaba mi ropa. Me vestí, me quité todos los abalorios verdes, y les di algo de ánimo a los dos hombres a los que seguidamente les iba a llegar su turno de pasar por el quirófano del que yo había salido.
-No os preocupéis que yo ni me he enterado. Empiezan con las bromas y cuando te das cuenta ya estás listo.

Y así fue como terminé este trago. Salí por la puerta y fuera habría otros diez hombres más, esperando su turno. Yo, aunque herido, sintiendo un pinchazo fino y agudo en cada uno de mis testículos, atravesé aquel largo vestíbulo como lo hacían los forasteros en las cantinas del Oeste; derecho, valiente, y todos me miraban, como esperando que dijera algo. Yo había sido el primero de aquella tarde. El primero en salir convertido en un hombre de espermatozoides caducos.

-No es para tanto- dije a la parroquia-, diez minutos.
Mi mujer me preguntó si estaba bien. Yo le dije que sin problemas, pero que necesitaba sentarme un rato. Ella me pidió que me sentara a su lado. Y yo le contesté por lo bajito: -¿Estás loca?, ¡Aquí no! Vámonos para la planta de más abajo.
Así que me senté en la planta de abajo un rato; allí, lejos de las miradas de los que conocían mis dolencias. Y, mira por dónde, pensé en aquel pobre cochino que conocí de niño y que se llamaba Miguelito (por el ministro Miguel Boyer). Aquella tarde en la que la navaja de un vecino, conocido en el pueblo como “el Tiacón”, le asestaba dos tajos limpios en los huevos, luego le sacaba de cuajo las criadillas, se las retorcía y se las cortaba. Por suerte él era un animal y yo un humano, y ni la forma ni tampoco la cuestión era la misma. A él se lo cortaron todo; a dolor. A mí sólo me cortaron el paso; y con anestesia. Pero allí quedó el pobre Miguelito; triste, en el rincón de su zahúrda. Y allí estaba yo, dolido, magullado, en aquella silla de plástico. Hombre y cerdo: los dos heridos en los mismos sitios.







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domingo, septiembre 11, 2011

De fútbol y de capar grillos

Aunque en el mundo del fútbol habiten, ¿cómo no?, entrañables sentimientos, el del fútbol profesional, o mejor dicho, el mundo del fútbol televisivo no deja de ser, en el fondo y en la forma, un espectáculo de mercenarios, donde gana siempre -salvo benditas excepciones- aquel equipo que tiene los mercenarios mejor pagados. Y no estoy yo ahora por la labor de criticar eso; a mí no me gusta el fútbol, pero a los que sí, pues con su pan se lo coman.

Sí , sé que los grandes fichajes no lo son todo, que se necesita de un entrenador, de una estructura que haga de esos profesionales un conjunto, un equipo; pero ese mismo entrenador y esa misma estructura con mercenarios del montoncillo no vapulearían al resto de los equipos de igual modo; ni de lejos. Por tanto, dejando a un lado los sentimentalismos, que los dos equipos más fuertes de España ganen en estos momentos los partidos con el desparpajo –bochornoso- con que lo hacen es cuestión de pasta; de pasta gansa; lo raro sería que no los ganaran, eso sería lo extraño.

Pero lo que en cierta forma da asco es la exclusión, eso de que haya una liga que juegan dos, y otra liga que juega el resto. Ahora bien, a mí no me importa mucho de quien sea la culpa de que ocurra esto, imagino que será como en tantas otras cosas de nuestra sociedad moderna y rara, donde o se es blanco o se es negro, o demócrata o republicano, donde se simplifica de forma burda las expresiones sociales, de un mundo cada vez más aburridamente parecido.

Pero quiero decir otra cosa, y para ello pongo un ejemplo: pongamos que esto del fútbol televisado fuera como el boxeo; y hay que suponer mucho, pues en el boxeo pesan a los pollos antes de la pelea y los juntan según su chicha. Sobre todo para que al peso pluma no lo cosan a ostias, o por lo menos no sean éstas mortales, y así también tenga el espectáculo un toque de emoción, y si cupiera, de humanidad, y además ¿para qué va a ir la gente a ver un combate donde ya se sabe de antemano quién las va a pegar más gordas y quién acabará, irremediablemente, hecho una piltrafa? Bueno, pues eso; si yo fuera uno de esos sparrings; un boxeador pequeño, enclenque y delante tuviera a un gigante que tiene un pecho como un ropero de tres lunas, y supiera que me van a dar ostias hasta en la foto del carné, diría:
-"One moment", como yo voy a ser parte del espectáculo, y como sin que yo esté para recibir leña, ese de ahí enfrente no tendría a nadie a quién calentar; pues eso, que de lo que aquí se saque, que vamos a medias, si no, se va a dejar pegar su santa madre.

Este símil puede valer perfectamente para lo que está ocurriendo en estos momentos con el asunto del fútbol televisado. Los equipos de los mercenarios más caros, que por cierto dan ostias preciosas a todo quisqui, quieren que como ellos son los preferidos para los televidentes, pues que tienen que cobrar más de la televisión. Y yo digo, podrán ser los mejores, podrán ser los super guais del circo, pero que no se hagan masturbaciones mentales; sin el canijo no hay espectáculo, quizás debería éste hasta cobrar más, ¿quién dice que no tiene mérito lo de ser un perdedor nato?

De todas formas que no subestimen a los pequeños; si todos los pequeños, cuando jueguen con los dos grandes, se dejaran ganar, -poco tendrían que esforzarse- quizá ya no habría tanta tarta que repartir, o mejor dicho, quizá se acabaría de una vez la dichosa tarta tan mal repartida. Sería toda una lección de los pequeños, de los torpes.

Aunque tampoco sé muy bien que hago yo hablando de fútbol, cuando yo de fútbol y de capar grillos entiendo lo mismo. Imagino que me meto en estos berenjenales por eso de frecuentar tan buenos blogs. Como el Blog “A Galopar” de Jordi. Va esta entrada por mi querido culé.



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miércoles, septiembre 07, 2011







Cogeora






Son las ramas del olivo
manos dulces pagadoras,
que dan sumisas su tributo
a las buenas cogeoras.

¡Ay! señora del olivo,
manzanilla ser quisiera,
me encerraras en tu mano,
y fueras tú mi carcelera.

Cogeora mañanera,
que el pretil de tu sombrero
no me tape a mí la vista
de tus ojos pintureros.

Que las ramas de ese árbol
no te hagan a ti daño,
que los buenos talaores
te defiendan cada año.

Verruguita que te duela,
con amores quitaría,
que tus dedos se lastiman,
cogeora de mi "vía".

Ese olivo enamorado
que te tiene a su vera
acaricia con su sombra
tu sombrita aceitunera.

Mujer guapa de aceitunas,
agujas ciñen tus riñones,
mientras buscas la fortuna,
entre piedras y terrones.

Campesina de la tierra,
del olivo tempranero,
tus babuchas son de esparto,
y tus pechos caramelos.

¿Quién pudiera ser olivo?
¿Quién pudiera ser eterno?
Mi preciosa cogeora.
Tanto amor y no te tengo.

Que amor sin una amada,
es amor de los peores.
Yo te quiero sin ser nada.
¡Mira tú que mal de amores!

Tierna frente en el calor,
tierna espalda, tiernas horas,
que yo paso embobado
de mi bella cogeora.

Si me viera el manigero,
lo que siempre estoy mirando,
me pegaba cuatro voces,
me largaba de aquí andando.

Y son las lunas de tus ojos
las olivas más morenas.
¡Qué pena quererte tanto!
¡Qué pena que no me quieras!

















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