lunes, mayo 26, 2008

De matos y cometas


Al principio sólo eran hojitas. De las pequeñas semillas de melón, enterradas con mimo entre los toscos terrones, brotaban diminutas y vivaces plántulas. Tras los miles de nacimientos tuvimos que desmamonarlas, decidir cuales son las dos que mejor te caen, pues el resto las arrancas sin compasiones ni lástimas.
Tras desmamonar, escardar; la guerra contra las malas hierbas. Aunque más apropiado sería decir; contra las que económicamente no convienen. Luego la reja, quebrando la asesina sartaneja que parte la tierra en canal para secarla y matarla desde abajo. El riego, que no falte. Las plagas; la palomita y el hongo. Y después, bendito después, la explosión del verde, muchas hojas, miles, millones, como manos verdes aplaudiendo a la vida. Todo de un verde verdadero que cubre, en desbandada, lo que antes era marrón y estéril. Y al final, tras el festín de las abejas y las mariposas de colores, los melones aparecerán como salidos de la nada, con prisa por escapar de la mata, ansiosos por cantar su crujido ante los comensales de cualquier mesa.

El melonero, calibrará con un sentido desconocido la madurez, cortará los elegidos y luego, en el sombrajo, bajo sus sonoras cañas, sestearán la calima en un sueño dulce de caramelo y agua. Verdes pastelillos de tierra, sol, agua y sudor.

En una esquina el “Águila Negra”, la cometa que me fabricara mi padre, aguardando la marea, esperando el maravilloso viento de poniente. Porque, cuando la tarde sea fresca, volará con sus cañas y su plástico. Y más abajo, agarrando el hilo del tirante cáñamo, habrá un niño de pueblo con el viento a su espalda mirando al cielo y, entre sus piés, millones de grillos huyendo del oeste, como si temieran que el sol, al ponerse, fuera a incendiar el horizonte.

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miércoles, mayo 21, 2008

Amigo Sócrates.


Y no me imaginaba amigo Sócrates, cuanto de común tengo contigo en esta búsqueda constante por hallar el camino a la verdad, la meta por alcanzar el discernimiento entre lo bueno y lo malo, pues seguro, como bien decías, nadie hace el mal a sabiendas.

Han pasado 2.500 años, mal contados, desde que sembraste la duda en el conocimiento, pues nadie que crea saberlo todo podrá alcanzarlo, hay que buscarlo desde la curiosidad, con ganas de aprender, con la aceptación inequívoca de nuestra ignorancia, solo con eso iremos poniendo el píe en su senda.

Te echo de menos, Sócrates, desde aquel día que tomaste aquel veneno ando perdido en este sucio mundo de pantomima, dónde a la hora que sea, esté donde esté, los poderosos quieren empañar la verdad, enturbiarla con mensajes superficiales, venderme lo que no necesito, ensañarme lo que no debería saber, mostrarme las ciento y una cosas que me hacen más mendrugo.

¿Y en tu juicio?, Sócrates, ¡no entendí tu defensa!. Como incendiaste las iras del maltrecho jurado. Como les recriminaste que en vez de juzgarte debería el Estado alimentarte gratuitamente por tus enseñanzas. Pero lo que no te perdonaré fue tu elección del suicidio al destierro. Y no es esto un reproche, nada de eso maestro, me llena de mal humor saber que yo en tu lugar habría huido, habría cogido mis cuatro cosas y marchado lejos. Pero tu, cabezota, abierta la ventana para el vuelo, escogiste las yerbas asesinas y nos dejaste lastre de conciencia, pues pocos habríamos obrado como tu, y pocos habrán de venir que defiendan la verdad con su vida.

En fin, amigo, ya ves, poco ha cambiado el mundo sin ti; seguimos lejos de la verdad, la curiosidad por el saber se ahoga entre discursos variopintos; futboleros, famosillos, trapicheos de poco pelo, pasatiempos de diversa índole. Seguimos sin saber que es el bien, dónde está el mal, y los que dirigen esto son los más ignorantes, los más irresponsables; por ejemplo prefieren gastar el dinero en bombas de racimo que en libros.

No sé Sócrates, el tiempo ha pasado y yo tan catastrofista como siempre. Pero es que no hace tanto que Roma echaba los cristianos a los leones, al poco, los comidos achicharraron vivos a médicos y astrónomos, hace nada expulsamos, como a perros, a musulmanes y judíos sin importarnos ni edad, ni siglos de convivencia.

Estamos tan lejos, Sócrates; las almas en los hornos crematorios, limpiezas étnicas, los terrorismos y sus suicidas, las guerras del petróleo, el desprecio total a la Tierra.

Seguimos Sócrates sin saber nada.
El orgullo por mi especie, irrecuperable.
Cada vez más lejos de la verdad.

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lunes, mayo 19, 2008

A manta a manta...



Y resulta que un hombre muy flojo tenía una huerta enorme, con sus naranjos, sus higueras, granados, olivos y perales. Tierra fértil y profunda en la vega de un cristalino torrente.
Pero, como decía, era muy flojo, perezoso, holgazán, como se dice en el pueblo “más flojo que un vendo”. Y se le hacía la huerta un mundo. Las hierbas se la comían, secaban sus jugos, no dejaban hueco libre donde cultivar. Toda la tierra cubierta de un tupido manto de castañuelas, verdolagas y correhuelas.
Por las mañanas, dejando a su mujer en casa, llegaba a la huerta con la intención de comenzar la faena, pero al ver las malas hierbas, la tierra dura, los ásperos terrones, se asustaba del trabajo por emprender y escurría el bulto. Luego tiraba su manta al suelo y a la sombra de un frondoso nogal, en la parte más fresca en verano o más soleada en invierno, se daba el costalazo, y en vez de comenzar a enderezar la mal llevada propiedad, dormitaba pensando:
- No podré nunca con esta huerta. !Que grande es!. Ésto es demasiado para una persona. ¿Por donde empiezo si esto es enorme?. Tanta hierba, tanta tierra, tanta faena... Y se dormía.
Al llegar a su casa su mujer le preguntaba por la huerta y él le contaba que era tan grande, que la tierra estaba tan dura, que había tanta hierba. Esto a ella le desesperaba y le recriminaba que no se podía tener la huerta abandonada, que si era más flojo que un muelle guita, en fin todos los días cuando llegaba del huerto le cantaba las cuarenta.
En cierta ocasión la mujer se paró a pensar y le dijo:
- Marido, tengo algo que proponerte.
- Tu dirás. Le contesto el marido con la desconfianza que suele albergar el más crédulo si la oferta sale de los labios de su mujer. Ella continuó:
- Pues bien, ya sé que te amargo cuando llegas y me entero que no hiciste nada. Ya sé que te amargas cuando llegas a la huerta y ves que el trabajo pendiente aumenta cada día. Pues bien. Me dices que, a diario, pones la manta en el suelo y duermes un rato, ¿cierto?. Mañana harás lo mismos y no me enfadaré.
El marido la miró con cara de desconfiado. ¿Dónde estaría la trampa?.
La mujer prosiguió: - Pero con una condición; tendrás que coger el azadón y labrar la tierra de debajo de la manta. Y cada día tendrás que elegir un lugar distinto para la siesta. Es fácil; antes de poner la manta cavarás y colocarás siempre la manta sobre la tierra más blanda. Pero nunca repetirás el sitio.
Y así lo hizo todos los días desde entonces. Elegía una porción de terreno, quitaba las malas hierbas, labraba y, luego encima, colocaba la manta para, de inmediato, conciliar el sueño, un profundo sueño a la nana del petirrojo y la chicharra.
Al mes la huerta era otra; sin cenizos, sin mocos de pavo, sin grama, toda limpia, labradita, blanda, un vergel, la propiedad más bonita y fecunda.
Entonces la mujer, satisfecha por haber hecho trabajar al vago marido, orgullosa por su avispada inteligencia, le dijo:

– Marido, te das cuenta que; “a manta, a manta, la huerta no es tanta”.

Nota:
Esta vieja fábula me lo contó muchas veces, siendo un niño, mi padre. Con él me transmitía la más rica de las herencias, que a su vez le cediera mi abuelo. Legándome así uno de los tesoros verbales de mis antepasados. Siendo, quizás yo, en muchas generaciones, el primero en transformar este tesoro en relato escrito, dejando ahora la memoria rubricada con las huellas de estas letras y compartiendo con todos ustedes una de mis mayores riquezas.


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domingo, mayo 18, 2008

Un crepúsculo


Tu cuerpo es la rosa y yo soy la espina.
Vayas donde vayas, en el verde la plaza, el doblar cualquier esquina,
lamen tu figura mis pupilas pardas.
Tu eres la rosa, yo loco por tu olor, envuelto en el perfume rojo de tus risas.
Rosa es tu descarada timidez y el tallo, que crece bajo tus senos de hembra, incitan mis ganas por abrazarte. Ansias que deliran en su crepúsculo.
Rosas, rosas, y más rosas.

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lunes, mayo 12, 2008

La magia de las cosas simples


Se pueden coleccionar amores como el que cuelga cabezas muertas en el salón de su casa. Esos o esas, si bien fanfarronean con sus trofeos, suele dejar un rastro sangrante de corazones rotos. Ésto no va conmigo.

Otros coleccionan sellos, pegatinas, cromos, carteles de cine. Son buenas colecciones pero creo que nunca se siente satisfechos, más bien me parece que terminan las colecciones por cansancio, sabiendo que son más las ausencias que las presencias.

Una vez coleccioné monedas, pero quizás dejé de hacerlo pues en el fondo parecía que, cuando menos, adoraba al becerro de oro, motivo de la mayoría de los sufrimientos de los humanos.

Está el que colecciona relojes de pulsera, joyas, pantalones de marca. Esta tampoco coincide con mi gusto pues, en mi humilde opinión, creo son utilizados por los listos para ganar dinero a su costa.

Los menos coleccionan motos antiguas, coches de época. Son aficiones más bonitas en cuanto a las restauraciones; al conseguir una difícil pieza. Increíbles en el milagro mecánico de devolver la vida el objeto inerte. Este coleccionista se lo pasa en grande, pero suele ser maniático del trapo y del plumero, todo el santo día dando brillo, quitando con el vaho de su boca las cagaditas de las moscas de los niquelados; Seguro me cansaría.

Otros coleccionan mariposas secas, insectos muertos pinchados por alfileres detrás de las vitrinas. Una vez empecé una colección de éstas, pero la dejé de inmediato cuando sospeché que el cielo de los insectos muertos tampoco existe.

Alguna vez alguien me dijo que no estaría mal empezar una colección con sus móviles viejos, y al principio no me pareció mala idea, pero me cercó la duda si en el fondo no es una forma más para que un móvil se agarre, como una garrapata, a tu vida incluso después de muerto. No lo aguantaría.

Entonces pensé en coleccionar cosas raras. No sé... ¿Y coleccionar puestas de Sol?. Todas las tardes desde distintos paisajes y ciudades del mundo contemplando como el círculo solar deja paso a la visión del Universo. Sin duda una colección preciosa pero, al poco, acabaría nadando en una melancolía enfermiza de la que, quién sabe si, nunca podría salir. Además, las puestas de sol no son raras, lo raro es tener el lugar y el tiempo necesario para verlas. No, ésta tampoco.

Después de mucho pensar, rechazadas éstas y otras colecciones, me senté una tarde en la Azoteilla para sencillamente mirar al cielo. Y allá en lo alto, en un techo esponjoso, viajaban al oeste, con prisa; un par de dragones, una paloma, tres barcos, la cara de un gato y un elefante de circo. Entonces decidí empezar mi colección; Mi colección de nubes.
Estos son mis dos únicos ejemplares. De momento sólo he cazado un perro y dos fantasmas, uno de los cuales, feliz, se come una cigüeña.

Las comparto con vosotros.
Mis nubes, motivos para creer en la magia de las cosas simples.


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miércoles, mayo 07, 2008

Desde la mirilla.




Hace tres años que vivo en este edificio de escalones estrechos. Es viejo y oscuro, se parece en eso a mi. Huele a soledad, hay pocos niños. Un matrimonio joven de recién casados, la mayoria parejas sesentonas con hijos repartidos por el mundo. Pocas visitas, escasos los movimientos que controlar por la ventana.

Este piso siempre estuvo alquilado o vacío, al morir mi mujer y quedarme solo la mejor elección era habitarlo y vender la casa de las afueras.

No llevo bien el compartir escaleras, no soy hombre de “holas” y “buenas tardes”, el saludo fácil e hipócrita siempre me dio nauseas. Bueno, he dicho que no lo llevo bien, pero en realidad seria más justo decir que lo llevo fatal. En estos tres años no he cruzado palabra con nadie. Ni siquiera para hablar del tiempo, o para quejarme por alguna obra, o por lo caro de la comunidad. En tres años no he dicho esta boca es mía.

Solo es cuestión de sincronizar los relojes. La ventana es mi fuente de información; sé a que hora salen, y a que hora vuelven, el día del cobro del panadero, cuando viene la limpiadora y el mes que toca la revisión de ascensor.
Todo es monótono, ellos no se dan cuenta porque no se miran desde afuera, pero siempre repiten los mismos movimientos a las mismas horas, son actores de una función que vuelven una y otra vez a representar.

Hoy casi me pillan, la hija del matrimonio de enfrente, al parecer, se cayó. Tuvieron que ir al hospital y volvieron una hora y media después de la normal. Por la mirilla pude ver su brazo de escayola. Así que justo estaba pisando el primer escalón cuando sentí la puerta principal abrirse y sus ruidosas voces al fondo. Tampoco ellos me han visto nunca.


Pero no siempre este edificio sombrío y triste fue así. Ni siquiera yo siempre fui así . Tal vez no supimos aprender o no supieron educarnos para disfrutar plenamente de una etapa de la vida (esa que algunos insensatos llaman vejez o jubilación) donde todo está por hacer, una etapa de la vida donde es posible hacer cada día planes, comenzar nuevos proyectos, disfrutar de una sabiduría que solo la poseemos quienes vivimos intensamente durante años. Por eso hoy he decidido dejar de interiorizar mis pensamientos, he decidido compartir mis sentimientos, he decidido sacar todo lo positivo de mi ; y sobre todo he decidido VIVIR.


Pero no antes sin tomarme un whisky solo con hielo. He decidido vivir, pero sin una gota de alcohol en el cuerpo, a las diez de la mañana, no soy persona.
Enciendo un cigarrillo y doy vueltas por el piso buscando alguna botella que no este totalmente vacía, cuando oigo que llaman a la puerta. ¿Quien puede ser? Intento no hacer nada de ruido y esperar a que se marchen, aunque se me pasa por la cabeza ir a abrir.

!No!. Me falta el jodido whisky en las venas.

Con el cuerpo rígido, sin hacer ningún ruido, como un ladrón dando un palo en un piso,comienzo a andar de puntillas hacía la cocina cuando oigo el ruido de una carta entrar bajo la puerta.
Me quedo inmovil. Pensativo. De pie en aquel salón mirando el sobre.
Un trozo de ceniza del cigarrillo cae en uno de mis dedos del pie izquierdo, que andan desnudos por aquel paisaje de periódicos viejos, revistas del Playboy y libros de poesía.Vuelvo a mirar la carta que yace tendidda en el suelo y me dirijo a cogerla.

No tenía remitente. Si estaba mi nombre con letra torpes y mayúsculas. Al agacharme he descubierto una botella de Johnny Walker dentro del oxidado paraguero. !Bingo!. Me tiro en el sofá después de un largo trago, mientras la carta se pasea por mis dedos que se niegan a abrirla.

Recuerdo entonces un pequeño librito con título ensordecedor: Guerra del tiempo. La compilación de tres relatos de Carpentier, el primero de los cuales se llamaba Viaje a la semilla.
Ese fue el primer libro que leí al llegar a esta casa. Y esta carta es la primera correspondencia. Dónde he vivido mi soledad sin cruzarme con ninguna buena compañía. Seguro que con el paso de los años, podrá parecer una decisión mundana, fácil, lógica incluso, dependiente de la muerte de la persona querida con quien compartí la vida. Pero como sucede tantas veces sin apercibirnos de ello, la causa no es sino la consecuencia.

Respiro hondo, muy hondo, mis costillas crujen como un galeón en su último viaje.

Enciendo la lámpara y acerco mis ojos de lombriz al folio, este dice:

"Estimado Sr. Aureliano.

Dudo de cómo voy a contarle este vericueto que empezó tantos años antes, y lo único que recuerdo con certeza es un ruido y una mirada. El ruido metálico de las dos hojas de la verja cerrándose para siempre. Y la mirada que usted no volvió, Aureliano, al cerrarla...


Entonces mi memoria empezó otra vez a funcionar, todo en mi mente se desarrollaba clara y nítidamente como una película.

Esa verja ese ruido, la última vez que estuve en mi anterior casa, cuando después de recoger las cuatro cosas perdonadas al tiempo me senté un momento. Mas el último intento de repasar si olvidaba algo importante, mientras respiraba ese aire opaco y herrumbroso que los poetas llaman, equivocadamente, nostalgia. Y como quiera que desviaron mi atención las desconchaduras del pozo y la última flor roja de los seis geranios que coronaban su brocal, me pareció que todo estaba hecho. Moví el cactus hacia el centro de la mesa y lo dejé todo a mi espalda mientras me dirigía hacia esta ciudad pensando en aparcar antes de la hora punta.

Bien parece que el caldo hace de las suyas, pasé de pensar en vivir, a leer una anónima misiva, y a sumergirme en un lejano recuerdo.

La carta continuaba...

“Por fin le tengo cerca, necesito cruzarme con usted, tengo necesidad de ser valiente. Le espero mañana en el banco del parque de enfrente."

Enciendo otro cigarrillo y coloco "House of the Rising Sun" en el viejo radiocasete que tantas noches me ha acompañado.¿Quién puede ser?,¿quién demonios puede querer verme?.
Me dirijo a la cocina a por un vaso de agua para aplacar un comienzo de ardor en el estómago que comienza a subir por la garganta fruto de la excitación y el Johnny Walker.¿Cuando coño se me ocurrió comprar Johnny Walker?. Llevo años bebiendo y nunca me ha gustado esta marca.
Creo que lo mejor será que salga a la calle y que me de un poco el frio de la mañana.Las horas hasta la cita se van a convertir en un comedero de cabeza tremendo y aquí en el piso solo puedo terminar volviendome loco. Si. Creo que eso es lo mejor.
Después de acicalarme la cara en el espejo del baño con tan solo una mirada,apago el radiocasette, cojo la cartera ,las llaves de casa y salgo al portal del piso con andares dubitativos.
Sigo pensativo y extrañado por el tema de la carta.De pronto me viene a la cabeza la imágen de Rocio.Comienzan a temblarme las piernas. No, no puede ser ella. ¿o si?. Del fondo de mi corazón nace un ojalá que expulso al aire junto con un suspiro.
Aún tengo las llaves de casa en las manos, aún estoy pisando la entrada de mi portal cuando abatido por un ataque de temores y dudas vuelvo a abrir la puerta y a entrar.


Parece que nadie está saliendo en este momento de su casa, pero agudizando el oído puedo notar un picaporte abriendo, alguien está saliendo, siento pánico, me pueden ver, puedo cruzarme con algún vecino.

El ascensor empieza a subir, alguien arriba acaba de apretar el botón de la llamada, se oye la puerta y ésta se cierra, ya está bajando, ahora o nunca. Me lanzo a la carrera y empiezo a subir apresuradamente al primer piso, noto el ascensor detrás de la pared mientras baja, mi imaginación actúa como los ojos de un Supermán somatizado que puede ver detrás del muro; los rostros, las bocas, las ropas de esos vecinos que están dentro del ascensor, incluso imagino sus voces, su conversación, ya no sé si es imaginación o si realmente puedo escuchar lo que dicen.

Con cuidado, para que no se note mi presencia, cierro la puerta y, como de costumbre, pego mi ojo a la mirilla para vigilar si alguien pudo verme. El descansillo está desierto.

He vuelto por algo, pero ahora no lo recuerdo, hace un momento tuve un resplandor, una intuición palpable.

La carta y el recuerdo, los dos llegaron juntos. El mensaje con la cita, la memoria al pequeño libro. Uno de los escasos objetos que rescaté de mi vida anterior. Puede que en esta relación, esté la luz que me devuelva el sosiego. ¿Dónde está ese libro, donde lo puse?. No está en mi dormitorio, tampoco en el baño. Recorro el piso revolviendo el desorden, azuzando pelusas y calcetines, llegando a tentar mis enemigas lumbalgias.

Y por fin, en un rincón del sofá estaba el libro buscado, junto a otro, solos aparte del desorden, en un espacio claro y limpio del asiento.
“Guerra del tiempo”, y el compañero de pastas gastadas e ilegible título.

Aureliano pasó sus manos huesudas por los lomos, buscaba una pista, miraba sin saber que buscaba, pero esa era su intuición, ese era el camino que le dictaba su mente y sus ardores y tenía que seguir.

Varias de las páginas del segundo libro tenían sus esquinas dobladas, abrió la primera y, dentro de ésta, halló una línea marcada fuerte a tinta negra. No entendía por qué esa frase estaba subrayada. Ni por qué en muchas de las páginas aparecían anotadas las fechas de sus lecturas. Conforme fue avanzando en la lectura cayó en la cuenta de una especie de orden caótico. Muchas, no todas, de las frases o párrafos que estaban subrayados le parecían poco relevantes. Otros muchos que no tenían ninguna marca se advertían ahora como ineludibles. Y había, estos sí casi todos, subrayados que eran más cortos o más largos de lo preciso. - Quizás no leí con atención este texto, conjeturó. Pero se trataba de “¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo?”, un libro que releyó cíclicamente desde que se publicara en español, hace más de veinte años, y uno de los que formaba ese coro de páginas que constituían su cielo personal (porque si el infierno son los demás según Sartre, el cielo eran sus libros según él).

“Paradójicamente, los oficiales sanitarios se equivocaban aunque estuvieran sobre el buen camino, mientras que el cura Antonio Bontadi tenía razón aunque fuera por camino errado”. Ésta era la frase subrayada en la página 131. Capicúa. Leída dos días después de enterrar a su esposa, parecía una broma macabra.


Leyó y releyó la citada frase, no supo luego cuantas veces, ni el horario. No tuvo hambre, ni otros motivos que reparar, solo leyó y releyó atascado en la niebla de las letras hasta casi el final del libro.

Cuando despertó, en la madrugada silenciosa, se halló a sí mismo perdido, desorientado, dudando de la carta, del libro, de la cita, pero al ver sus dedos dentro de las últimas hojas, y el libro casi consumido, no decidió otra cosa que seguir con su lectura.

Y allí en la última pagina, rozó al tacto una postal olvidada que resbaló hasta el piso con las maneras de una mariposa lastimada. Bajó los ojos, su corazón apretaba sus pulmones, al hígado, a la tráquea, y al recogerla y ver la foto de un pueblo blanco sobre trigales, rescató un viejo recuerdo de antaño, de esos recuerdos latentes que solo vuelven si se les provocan, y se vio, cuando joven, antes de emigrar a Barcelona, viviendo sus mejores años en su pueblo andaluz de la niñez.

La postal era de Rocío, cuando cortadas las alas del primer amor continuó éste dando espasmos imposibles.

Recordó los paseos por la calle del cine hablando nervioso. Los domingos de romería en la alameda de eucaliptos. Los primeros besos en la plaza de los enamorados. Aquellas tardes de primavera, tras las tuyas, entregados a la pasión de la saliva.

La recordó, casi niña, cuando un día, sin despedidas, dejaron todo pendiente por las razones de los adultos. Separados, para siempre, mientras partía en el viajero de Sevilla.

Ya no supo distinguir entre sueños, recuerdos, dormido o en vigilia, el resto de la madrugada fue sonámbulo leyendo de aquí y allá, trozos de historias en primera persona, como si los libros siempre hablaran de él. Como si todo lo escrito contara cosas de su pasado.


Después de afeitarse y tomar un café muy negro y sin azúcar, se puso el traje azul muy oscuro y una de sus corbatas. Miró por la mirilla, no encontró a nadie, abrió sigiloso y fue pisando cada uno de los peldaños, más pendiente del oído que de la propia escalera. Pensó que seguía teniendo suerte, pues no se había cruzado con nadie, y salió a la calle donde un sol de mayo tardío comenzaba a calentar los ventanales.

Anduvo a pasos lentos en dirección al lugar de la cita, mientras su mente recuperaba la cara y los gestos de Rocío. Cruzó la avenida y se plantó en un lateral del parque. Al fondo, sola en uno de los bancos, halló una mujer con traje rojo, se fue acercando, pero siempre ocultándose tras los columpios, los troncos, la fuente. Cuando estuvo casi al lado, la miró con detenimiento encontrando los ojos de aquel amor, los cuerpos eran otros, las miradas las mismas.

En la distancia, los dos temblando, ella se levantó. Ambos, con las miradas fijas, clavadas en los ojos, se fueron acercando muy lentamente. Cuando estuvieron tan cerca que podían tocares sonrieron, y mientras a ella le rodó una lágrima por el rostro, él aguantó impasible, aunque dentro las emociones le emborrachaban de desazón y felicidad.

No se dijeron ni una palabra, solo se dieron la mano, salieron del parque, cruzaron la avenida, abrieron el portal, donde dos vecinos del edificio hablaban, dieron los buenos días, subieron las escaleras sin importarles ninguna cosa, y entraron en la vivienda donde se amaron con la intensidad de las primeras veces.

FIN.

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domingo, mayo 04, 2008

¿De que estamos más cerca?




Siendo la enfermedad del hambre la que más muertos proporciona a las estadísticas. Avisados estamos que incluso pueden producirse revueltas, levantamientos de los hambrientos para reclamar un poco de arroz, un trozo de torta con la que acallar sus revolucionarios estómagos.
Revueltas, disturbios, una guerra por comida.


Dicen que con lo que gana un banco en un trimestre, o con lo que cuesta mantener la guerra de Iraq por tres días, con eso sería suficiente para paliar el desastre humanitario que se avecina. Que dicho así parece superfluo, sin importancia, pues nadie se imagina los rostros de la muerte. No le ponemos cara al padre que, durante horas, soporta el llanto del hambre. Ni los ojos del anciano marchito secándose bajo su piel de huesos. Ni la boca del niño arruinada por el vacío.

Mala suerte, les toca a otros, no va con migo, ni con nuestra raza de ricos.

Entre otros, resulta que uno de los motivos de esta hambruna está en que determinados países, como India y China, van saliendo de su agujero, por lo que algunos millones más de personas pueden permitirse el lujo de comer carne de vez en cuando. Y eso está bien, una chuleta, un filete, un trozo de animal que llevarse al gaznate. Pero el alimento necesita alimento, unos siete kilos de cereales necesita un kilo de carne. Y así estamos; nuestros cerdos tienen su grano, nuestras gallinas su maíz, pero al subir la demanda de los cereales, sube el precio. Y el pobre que no come otra cosa, que tiene arroz para el almuerzo, para la cena, ya sea año nuevo o resurrección. A ese que malvive con un euro al día resulta que su comida ya va por dos.

Y tengo por enésima vez que dar la razón a mi maestro, él que tantas veces me dijo: En este sistema Capitalista llegará un día que se tendrá que elegir entre dos opciones, o pulsar un botón que mate a la mitad de los hombres, o repartir nuestros recursos entre todos.

¿De que estamos más cerca?. ¿Hacia que solución final marchamos.?


A. Buendía.

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